David Trueba, director de cine y escritor, acudía al Festival de Málaga con su último filme “A este lado del mundo”, que aborda el drama y los negocios que rodean a la inmigración.

–¿Son buenos momentos los actuales para seguir al abrigo de la cultura, como ha reivindicado el Festival de Málaga?

–Lo demuestra el festival y también lo ha demostrado el confinamiento. La gente ha necesitado de una manera imperiosa los libros, la música y el cine en todas sus formas y variantes tecnológicas. Llámalas como quieras, pero al final vienen a ser lo mismo. Que me cuenten historias. Que me hablen. Que me iluminen un poco. Que me hagan reír. Que me hagan llorar. Que me hagan pensar. Lo que cada uno quiera. Eso es necesario. Ya fue necesario para los neandertales que vivían en una cueva y estaban atemorizados porque pensaban que el mundo era muy hostil con ellos, y aun así se sentaban junto al fuego y buscaban unos minutos de placidez. Para nosotros, que tenemos más ventajas y mejores condiciones aunque seguimos rodeados de miedos e incertidumbres, el momento de las hogueras y las historias es, igualmente, fundamental.

–En este siglo con tantas comodidades , ¿qué significa la valla de Melilla? ¿Es un insulto?

–Es un insulto a la inteligencia. Totalmente. Y a la incapacidad de los seres humanos para reconocerse unos en los otros. Además, es algo que pervive –como se cuenta en la película– a lo largo de 4.000 años como el modo en el que los ricos frenan a los pobres en lugar de encontrarnos en aquello que se pueda compartir. Muchos de nosotros no somos conscientes de los restos de muros que quedan. Quizás tengamos presente el Muro de Berlín, que ha quedado como un resto arqueológico y turístico. O la Muralla de China. Pero se nos olvidan otros muchos anteriores. Sería interesante hacer una reflexión en voz alta sobre cómo avanzamos tecnológicamente pero lo poco que hemos avanzado en resolver los cinco o seis problemas que la humanidad arrastra desde su fundación.

–¿Cree que el cine o la literatura empujan lo suficiente para derribar ese tipo de muros?

–La cultura ha perdido un poco de peso específico sobre la formación de la inteligencia de las personas. Desde que se inventa ese término que se llama “industria cultural”, quizás hemos convertido la cultura en un negocio. Y nos olvidamos que, en los tiempos más antiguos, el arte y la cultura tenían un elemento de agitación, de pensamiento, de reflexión y mejora que no ha perdido del todo, pero está más apartado y descuidado bajo el reinado del gran soberano de nuestros días, que es el dinero. Nosotros podemos burlarlos de las civilizaciones que adoraban a la luna o al sol, incluso podemos mirar por encima del hombro a aquellos que se inventaron dioses, pero no nos damos cuenta de que cuando se haga el recuento de nuestra civilización dirán ‘ah bueno, estos adoraban a una cosa que era el dinero’. Y jajajajajaja. Dentro de mil años se reirán de nosotros. ‘Qué ridículo, qué espanto, qué gentuza’. Eso dirán.

–¿Considera que cuando se pone el foco sobre la inmigración se hace de una forma interesada y con una intención ambigua?

–Claro. Es uno de los engaños colectivos más grandes que hay. El primero de todos es el de pretender que se puede evitar. Es decir, que tú vas a evitar uno de los impulsos naturales del ser humano, que es el de mejorar las condiciones de vida que tiene. Soy hijo de la emigración. No lo he olvidado ni un momento de mi vida. Mis padres vivieron la Guerra Civil y partieron de sus lugares de nacimiento hacia Madrid. Se encontraron en condiciones bastante precarias y montaron una casa de huéspedes que, de alguna manera, también recibía a emigrantes. No se me ha olvidado.

–¿Para qué le ha servido este testimonio familiar?

–Tengo muy claro que quienes ahora emigran se parecen muchísimo a mis padres. A gente para las que su lugar había sido destrozado por una guerra y querían ofrecerse a sí mismo y a sus familias un entorno con más futuro, con más posibilidades de llevar una vida decente y honesta. Pero también para progresar. Que es la palabra clave y que hoy en día está tan mal vista. Se utiliza en un apócope la expresión ‘progre’ para descalificar cualquier idea que responda al deseo humano de progresar. Si no tienes el deseo de progresar, es que eres una piedra. Nunca olvido eso. Y, cuando se trata el asunto de la inmigración, lo que suele haber es mucho engaño. Alguien te engaña diciéndote: “yo te lo voy a solucionar”. Y tú le dices: “hombre, si no lo han solucionado los romanos y los griegos, que eran mucho más inteligentes que Donald Trump, no lo va a solucionar él”. Tenemos que aprender a convivir con ese problema. Por eso, la película trata de hacer el problema más irresoluble para quienes cree que tienen la respuesta. A veces, se dan respuesta tan simplistas como la de pensar que eso no es un problema. Para muchísima gente, sí que es un problema. La gente no quiere sentirse expropiada en su territorio. Hay que evitar a quienes hacen negocio.

–¿Espera una cosecha de premios más contudente esta vez?

–Uno viene siempre a los festivales un poco obligado. Vienes por darle a la película una especie de plataforma promocional. Y eso a veces te obliga a concursar, que es un poco antinatural en estas profesiones artísticas. En este caso, hay algo más antinatural todavía. Compito contra Arturo Ripstein, que es uno de los maestros del cine. Yo no puedo competir con él. Es como si me dijeran que voy a competir con Buñuel o Buster Keaton. Pero, tomándotelo a broma, una vez que estás en el concurso a todo el mundo le gusta ganar. Tampoco es un drama si no ganas. Lo vivo con bastante relajo. Entiendo que esto forma parte del juego.