Don José Blanco, Pepiño, secretario general del PSOE, ministro, Savonarola de sospechosos, Beria de corruptos, McCarthy de imputados, el hombre que más rápido sacaba el revólver de la acusación contra la mínima sombra de sospecha en un adversario, se vio envuelto en una acusación de corrupción, a la ligera y por meros indicios, indicios como con los que él sambenitaba a sus rivales. Y fue entonces cuando saulizó y, Magdalena penitente, confesó sus culpas pasadas y reconoció que no se puede acusar o pedir la dimisión de nadie sin un juicio, y hasta anunció un libro sobre la materia.

Contrasta la actitud reflexiva y arrepentida de don José sobre sus incendios pasados con la que ha tenido recientemente don Pablo en su efímera estancia en Asturias. Como saben, descubierto su alojamiento en L.lena, se produjeron algunas presiones o protestas contra su presencia, lo que ha provocado su rápida vuelta a Madrid y la queja por el acoso sufrido, especialmente porque sus hijos (de dos años los dos mayores, de uno la pequeña) estaban con ellos. Ahora bien, don Pablo, promotor en España junto con su partido de la práctica del acoso a los rivales, del griterío y el abucheo en la proximidad de sus personas o en las puertas de sus casas, no ha reflexionado sobre su conducta anterior –al modo en que don José hizo en su día–, arrepintiéndose e invitando a no acosar a nadie, sean tirios o troyanos: se ha limitado a quejarse de “su” acoso, especialmente en presencia de “sus” hijos.

Tengo la impresión de que Iglesias, su mujer y su entorno han hinchado el perro de las amenazas para sacar partido de ello. Se ha hablado, por ejemplo, de pintadas, pero no hemos visto más que una. No existen, al parecer, denuncias de la escolta, aunque, sin duda, ha habido manifestantes e insultos vía Internet. Pero no es esa la cuestión: los acosos y el emburriamientu personal son intolerables, háganse a Iglesias o a Abascal, sílbese a Sánchez o a Aznar.

Pero el fondo de la cuestión es que tanto don Pablo como sus conmilitones se han reafirmado en su derecho a practicar ellos la presión física sobre sus rivales; estos sobre ellos, no. Y así, como rábulas o puntillosos sofistas, han establecido una diferencia entre “escraches”, aceptables y saludables, y “acosos”, intolerables. Un escrache es lo que se hacía, por ejemplo, a Cristina Cifuentes y sus hijos o a Soraya y los suyos; acoso lo que sufren doña Irene, su marido y sus vástagos. En una palabra, el acoso es lícito si los de su iglesia o bando lo realizan, ilícito si ellos lo padecen. Poco más que manifestar sobre estos tipos que ellos mismos no nos manifiesten sobre sí mismos con sus actos y sus palabras.

Ello no quiere decir que no debamos calificar también a quienes presionaron o insultaron, ya físicamente ya en las redes. Transluce en muchos una insania y un odio enfermizos. Son gente que construye su identidad sobre el insulto y la manía. ¿Algo nuevo en la historia? No, sino que ahora las redes sociales nos los hacen visibles sin plaza pública, y de forma instantánea.

Por otro lado, lamentar que ese odio, esa insania, esa intolerancia carguen también contra profesionales y establecimientos comerciales: el restaurante que sirvió comidas a los Iglesias-Montero recibió amenazas e insultos de la derecha; una frutería que fue confundida por coincidir su nombre –la ignorancia, tantas veces compañera de la enfermedad del odio– con quien había difundido inicialmente el lugar de descanso de la pareja ministerial recibió miles de mensajes y llamadas con insultos y amenazas de los conmilitones progresistas. ¿Alguna diferencia entre el comportamiento predatorio de una y otra especie, salvo el pelaje con que se visten para justificar su conducta?

Mi empatía con esta gente y el deseo de que la ley pueda alcanzar a los faltosos que acosaron a las personas de estos establecimientos.