En países como el nuestro, el impacto inicial de la globalización ha sido especialmente complejo. Desde el 2000 hemos enlazado una crisis con otra –primero el estallido de las puntocom, a continuación el crack de la deuda y ahora la Covid-19–, sin que hayamos contado con mucho margen para la recuperación; más bien al contrario: el agujero presupuestario limita los márgenes de actuación, el proceso erosivo que ha sufrido el tejido productivo adelgaza los salarios, el empobrecimiento del capital humano es consecuencia del colapso del sistema educativo, etc. Asistimos a un bucle perverso en el cual se encadenan y retroalimentan las distintas crisis que nos aquejan: moral, económica e ideológica. La imagen sería la de un Maelstrom que nos va engullendo mientras esperamos que llegue el rescate del dinero europeo, pero en realidad no es tan sencillo. Porque ni la ayuda comunitaria será infinita ni se trata de una mera cuestión de transferencias financieras. El impacto de la Covid, en cierto modo, ilumina muchas de nuestras carencias y nos sitúa ante un abismo de imprevisibles consecuencias, seamos o no conscientes de ello. Algunos lo son. Otros menos.

Por supuesto, la recuperación económica en V que puede darse en estos próximos trimestres tiene un valor relativo. Corresponde más al ámbito de la estadística que al de la realidad. Es probable que la UE nos permita afrontar los próximos años sin necesidad de realizar grandes ajustes ni en las pensiones, ni en los sueldos de los funcionarios, ni en los grandes programas públicos de bienestar. Y debe ser así, si queremos sostener la demanda interna y no ahondar aún más la fractura social. Pero el problema de fondo es otro: la falta de un modelo de futuro real y creíble. Mientras perdemos el tiempo en debates estériles y más propios de otras épocas, los cuatro motores principales de la economía española se encuentran, por un motivo u otro, gravemente averiados. El sector financiero, por ejemplo, afronta un brutal proceso de reconversión desde hace al menos una década y, aunque cabe prever que en los próximos años sus beneficios puedan mejorar, el proceso de fusiones y de adelgazamiento no va a parar. La automoción vive también su propia revolución, con el salto al coche eléctrico y la llegada de nuevos competidores internacionales. Y además, las decisiones industriales no se toman ya en España ni de acuerdo a nuestros intereses, como hemos podido comprobar en el caso de la Nissan. La construcción y el sector inmobiliario son sensibles tanto a los ciclos como a las finanzas públicas y, aunque hay motivos para creer que se recuperen en una fecha próxima, es difícil creer que vuelva a actuar como el gran motor del país. Y, finalmente, nos quedan el turismo y la restauración, cuyo porvenir resulta indisociable de los efectos y la extensión de la pandemia. No cabe duda de que el turismo regresará con fuerza, pero el mapa de actores será distinto. Al menos, en parte.

En una entrevista concedida la semana pasada, Bill Gates comparaba las consecuencias económicas de la Covid-19 con las de una guerra. Y auguraba un año más de pandemia en los países desarrollados, hasta finales de 2021. Un curso largo y duro en el que sobreviviremos como buenamente podamos. Pero lo que venga a continuación será clave para nuestro país. Llevamos demasiado tiempo sin acertar con los diagnósticos ni con las respuestas, enzarzándonos en ásperos debates, perdiendo relevancia internacional y evitando asumir el peso de nuestra responsabilidad. El coronavirus ha desempeñado un papel similar al de una ciclogénesis explosiva que ha puesto a prueba los resortes y los fundamentos de nuestro país. No queda otra, entonces, que estar a la altura de los tiempos y responder a sus desafíos.