Entre mascarillas, guantes, distancia física de los demás y el trabajo sin descanso mientras la mayoría de la gente era obligada a quedarse en casa y las calles se iban vaciando, tuve la sensación de que el mundo se acababa. El mundo se acababa pero yo no podía dejar de trabajar y trabajar sin parar, porque muchas empresas hacían esa cosa nueva llamada erte, que en realidad era que despedían a la gente. Pensaba en las facturas, que no se pagarían aunque todo lo que comiéramos fuera de los contenedores. Mi hermano y yo solo nos teníamos el uno a la otra, no había nadie a quien pudiéramos pedir ayuda si caíamos al precipicio. Puede que porque pensaba mucho en esto mi día a día me parecía el de un funámbulo andando sobre una cuerda entre dos rascacielos. Esa imagen no me ayudaba en nada pero me perseguía todo el tiempo. Ordenar paquetitos de arroz, el piiip de las cajas, las señoras asustadas que no recordaban dónde estaba el detergente que usaban, peleas en la cola de clientes, reacciones airadas porque alguien se había acercado demasiado, las limpiezas a fondo con desinfectante durante las horas del mediodía, las manos sudadas, la peste de las mascarillas, todo eso eran los pasos que yo daba encima de la cuerda suspendida en el aire para llegar a la otra punta, que no era más que el cobro de un sueldo que me permitiera pagar las facturas. Y una vez que llegaba, vuelta a empezar otro mes y otro y otro.

El cambio definitivo

Por las noches, en la oscuridad silenciosa de una ciudad repentinamente fantasmal, arrastraba los pies hasta llegar a casa, con mi cuerpo que seguía en pie por pura inercia. No quería pensar, lo único que quería era comer un poco y meterme en la cama, pero tenía que ocuparme de mi hermano, le hacía la cena y le dejaba la bandeja en la puerta. Me apartaba un poco y desde allí me hablaba. Me contaba lo que le había indignado ese día: la pobreza, el sistema, que todo era consecuencia de los recortes, que ahora al fin se ha visto el aspecto real del neoliberalismo salvaje en el que vivíamos, que la enfermedad era un castigo por nuestro comportamiento inmoral con la naturaleza, que ahora se nos había vuelto en contra en forma de pandemia. Y que eso era, evidentemente, el fin de la especie humana, la única capaz de contribuir a la propia extinción. Ya no hay nada que hacer, me decía, y yo me iba a dormir para levantarme al día siguiente y dejarle el desayuno antes de ir al súper.

Mi hermano estaba cada vez más delgado. Se había rapado al cero para no gastar agua, vestía la misma ropa día sí, día también y en una de nuestras conversaciones a dos metros, un poco exaltado, me había contado que ahora sí, ahora sí que haría el cambio definitivo hacia una vida verdaderamente sostenible. Que la pandemia era una oportunidad única para cambiar nuestro comportamiento. Que a partir de entonces haría una huelga de consumo bien hecha y dejaría de ser un problema. Que no le pusiera más cadáveres en la bandeja porque de una vez por todas abrazaría el veganismo, que es la única conducta moral aceptable. Ni generar residuos, ni asesinar otras especies ni contaminar de ninguna manera. Decrecería para frenar la maquinaria del neoliberalismo salvaje necrófago.

Todo esto me lo decía con el rostro demacrado, más pálido que nunca. Yo le preguntaba por los síntomas y él me decía que no me preocupara, que él estaba bien, pero que de todos modos a lo mejor ya nos iría bien a todos reducir un poco la población mundial y que la naturaleza es más sabia que nosotros y sabe muy bien lo que se hace. Me asustaba oírle decir ese tipo de cosas y me parecía que se estaba yendo un poco de la realidad, que de tanto estar encerrado en su habitación conectado con un mundo completamente virtual estaba perdiendo la perspectiva sobre las cosas. Le recordé que quienes se morían eran personas, como él y yo y abuelos que no tenían culpa alguna del neoliberalismo no sé qué. Pero los ojos de mi hermano se habían vuelto de vidrio, a lo mejor porque dormía poco, enganchado como estaba a internet.

Algunos domingo que tenía un poco de tiempo repasaba su actividad en redes y descubrí que los mensajes que publicaba, sobre todo en Twitter, eran cada vez más agresivos, de una violencia extraña en temas que a él, a título personal, ni la iban ni le venían. Flagelaba de un modo implacable cualquier opinión con la que no estuviera de acuerdo, a menudo contradiciéndose a sí mismo. Y no era el único, mucha gente de la que seguía, personas hasta entonces bastante razonables, se habían convertido en auténticos hooligans de la opinión.

Mañana, capítulo 5:

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