Visto lo visto, sabiendo lo que sé y habiendo hecho lo que hice, no creo que sea descabellado pensar que todo empezó cuando alquilamos ese terreno. No quiero decir que no hubiera pasado lo que pasó, porque estas cosas acaban pasando tarde o temprano aunque una no quiera, pero quizá hubiera sido de otro modo o quizá no habría actuado con tanta determinación si con Eddy, Eduardo, pero le llamaban Eddy, no nos hubiéramos fijado en el cartel que anunciaba terrenos de alquiler en esa urbanización –Vergel del Mediterráneo– que tenía poco de mediterráneo y nada de vergel. Pero Eddy quería que tuviéramos algo nuestro, aunque fuera alquilado, un cercado donde meter la caravana, “porque ya me dirás –decía Eddy– dónde coño vamos a ir tu y yo, con lo mal que estoy yo, con la casa a cuestas”.

Fue en marzo del 18, nueve meses antes de lo que pasó. A finales del 17 es cuando le diagnosticaron a Eddy lo de los nervios, la enfermedad degenerativa de los cojones, a él, justo a él, que con el aleteo de una mosca ya se imaginaba todos los males del mundo y que tenía síntomas de todo con solo leerlos en el suplemento de medicina del periódico. Y esa vez iba en serio. Al principio, no le di importancia, porque ya estaba acostumbrada a sus ataques ficticios, a sus manías obsesivas, pero la cosa se fue complicando. Empezó con temblores en los dedos. Bueno, no exactamente temblores, que eso habría sido más evidente, sino con lo que él llamaba “tener las yemas como corchos”. Claro, lo de tener los dedos así me sonaba a uno más de sus achaques de mentirijillas. ¿Cómo demonios compruebas si son de corcho o no?. Luego pasó de los dedos –los tres del medio, en la mano derecha– a la muñeca, y más tarde hasta el codo, y ya no era solo que fueran de corcho sino que se parecían, los síntomas, a pequeñas descargas eléctricas continuas, algo así como calambres perpetuos, como cuando se te queda dormida la mano porque has dormido en una mala postura o cuando se te duerme una pierna, por ejemplo, cuando has estado demasiado tiempo sentada en el váter, aunque no sé si este es un ejemplo demasiado edificante. Que no la sientes, que parece que no esté engarzada en tu cuerpo, que es algo incluso hostil. El hormigueo se hizo persistente y luego ya fuimos al médico y le hicieron una mielografía y una fluoroscopia y no sé cuántas resonancias y otras cosas por el estilo para descartar lo que al final no pudo descartarse. La maldita degeneración, que es una palabra malsonante y fea, tanto como lo es la degeneración en sí misma.

En marzo del 18, tres meses después del diagnóstico, Eddy aún estaba más o menos en condiciones. Había aprendido a vivir con el hormigueo (que ya no estaba solo en la mano derecha sino también en la izquierda, y en los dedos de los pies) y empezaba a darse cuenta de que, por una vez en su vida, la vez definitiva, esa vez sí, iba a enfrentarse a un final, al final, una sentencia, como dicen en las películas. O como dijeron –que ya es una maldita mala suerte– en el reportaje que vimos en la tele: un señor que tenía lo mismo que Eddy y que empezó a detallar cómo la enfermedad se iba apoderando de él, de sus nervios y de su columna, de su cadera y de sus extremidades, “hasta que llegue el día que la garganta esté también obturada y entonces no pueda deglutir y me muera atragantado por un grano de arroz o porque el agua se me ha metido en los pulmones”. No es que Eddy no supiera lo que le iba a pasar –se empapó de la cosa en Internet, por supuesto–, pero viéndolo así, cara a cara, con alguien como él, fue cuando empezó a derrumbarse y a pensar en irse, antes de atragantarse, “como mi papá”. Lo de su padre, no lo dijo el señor de la tele, sino Eddy, porque su padre se murió así, atragantado, si lo sabré yo.

Y por eso decidió, y me lo dijo, con la voz en sordina, pero aún audible, y sin tener que ir aún en silla de ruedas, es decir, aún con ciertas facultades –las mentales, enteras, dándole vueltas a la cabeza–, digo las físicas, que lo mejor era actuar antes de que pasara todo lo demás. Y fue cuando decidimos alquilar el terreno en el Vergel del Mediterráneo, “al menos para disfrutar un poco del aire libre”, dijo.

Yo supe entonces, en ese marzo del 18, que el trozo de tierra sin más, sin nada, que estábamos a punto de alquilar, aunque suene raro, para meter ahí la caravana, exhalaba un no sé qué de muerte, como si ese pedazo de vergel que no era vergel, y mucho menos mediterráneo, desprendiera una especie de halo trágico, una llamada oscura, una atracción hacia el vacío, hacia la nada.

Mañana, el segundo capítulo:

El terreno de María Bellpuig.