Como dicen que les ocurre a los vampiros con la sangre humana, el presidente de EE UU, Donald Trump, se alimenta del conflicto, que no deja de atizar y convierte en espectáculo permanente. Ya sea la guerra comercial con China, ya su disputa con los aliados europeos, a los que acusa de “gorrones” por no contribuir más a la defensa colectiva, o ese simulacro de guerra civil que provocan sus declaraciones incendiarias.

Trump no es un dictador en el sentido tradicional, alguien dispuesto a acabar con el caos que encuentra para imponer la ley y el orden, sino que se nutre precisamente del caos que él mismo provoca y que es su razón de ser. Como escribe el periodista alemán Jan Ross, la dramaturgia de lo que sucede en EE UU no es la propia de un golpe de Estado, sino la de una serie de televisión, en la que “las fuerzas del mal” no pueden triunfar porque se acabaría el espectáculo.

Desesperado por su caída en los sondeos, Trump es consciente de que el tiempo se le acaba, las presidenciales están a la vuelta de la esquina, y trata de agudizar todos esos conflictos. Hay muy poco de racional en las campañas electorales de EE UU: los partidos juegan sobre todo con las emociones, y para ello recurren a spots televisivos en los que no se defienden determinadas propuestas sino que se trata de meter miedo al adversario.

Así, los republicanos gastaron millones de dólares en una campaña de fin de semana en las que emitieron por TV anuncios en los que se veía a pobres ancianitas llamando, presas del pánico, a la policía ante el ataque de las hordas de izquierdas. “Esa es la América de Joe Biden”, decía la voz acompañante. La muerte por asfixia del afroamericano George Floyd a manos de un policía blanco fue el detonante de un gran movimiento de protesta a lo largo y ancho de EE UU contra el racismo estructural de las fuerzas del orden de ese país. Las protestan han sido en su mayoría pacíficas, pero bastaron algunos desórdenes –no faltan nunca en ese tipo de situaciones ni irresponsables ni agentes provocadores– para que Trump tachara a todos los manifestantes de anarquistas y “fascistas de izquierdas” y culpara a los demócratas de estar detrás de todo.

Trump vio la oportunidad de presentarse como el único capaz de garantizar el orden en medio de tanto caos y ordenó enviar tropas federales a dos ciudades del oeste de EE UU –Portland y Seattle– que tienen alcaldes demócratas, a los que acusó de no ser capaces de dominar la situación. De nada sirvieron las protestas de los alcaldes y de la gobernadora también demócrata del Estado de Oregón, al que pertenece Portland, que vieron en la decisión del Presidente no solo un intento de desautorizarlos, sino de agudizar aún más el conflicto por motivos exclusivamente electoralistas.

Los agentes federales enviados a Portland, todos ellos sin llevar nada que los pudiera identificar, detuvieron a numerosos manifestantes a los que soltarían horas más tarde sin que pudieran consultar a un abogado ni darles ninguna explicación. Algo propio de las dictaduras. Esa especie de conflicto civil que, en su total irresponsabilidad, trata de provocar Trump es especialmente peligroso en un país en el que hay millones de armas, muchas de ellas automáticas, en manos de particulares y donde abundan además todo tipo de milicias.

Por si no bastara con todo eso, intuyendo que puede perder las presidenciales de noviembre, el pirómano Trump se dedica ahora a poner públicamente en duda los resultados de esos próximos comicios con el argumento de que será muy fácil para Rusia o China manipular el voto por correo.