Los pisos iban sucediéndose uno detrás de otro y, si no hubiera sabido que el edificio solo tenía doce, habría pensado que llegaba hasta la luna. Todos eran iguales, con dos puertas de madera tan roja que parecía negra y la puerta del ascensor en medio de los dos. Aunque en la mayoría no parecía haber nadie, a veces me llegaban el llanto de un niño o voces apagadas.

Quizá Samuel también se había marchado. Quizá nos habíamos cruzado en el rato que estuve en las oficinas. Puede que incluso ya hiciera días que se había ido. Seguramente no se imaginaba que vendría y, aunque se lo hubiera imaginado, quizá habría decidido marcharse de todas formas, como aquella vez que me había encontrado en casa, tendida en el suelo y con los ojos fijos en la luz del pasillo. Más tarde me dijo que verme de aquella manera le había dado rabia y que por eso se había marchado. Y yo, al cabo de unas horas, me levanté y fui al trabajo e intenté volver a llevar la vida de siempre.

En el noveno piso me asustó el estrépito de alguien golpeando una plancha de metal. Me acordé de la portera, que había dicho que el ascensor no funcionaba y que había gente atrapada dentro. Me acerqué. Los golpes sonaban más fuertes. Cuando pararon, contesté golpeando la puerta de metal. Me respondieron enseguida con más golpes y gritos.

No sabía cómo abrir la puerta, ni si encontraría la cabina del ascensor o el hueco, negro como una tráquea. Quizá me pasaría como a nuestro tío, que reparaba ascensores, y que perdió una mano cuando uno se precipitó por el agujero. Además, no llevaba nada encima que pudiera ayudarme a hacer palanca para abrirlo. Entre las puertas había un resquicio tan pequeño que solo pude meter un dedo y, poco a poco y haciendo mucha fuerza, lo agrandé hasta que pude introducir las manos; entonces las puertas se abrieron de golpe y se quedaron como muertas, flojas como una mandíbula.

Solo veía un tercio de la cabina y parte de las personas que se habían quedado atrapadas, dos piernas blancas con sandalias y dos piernas más pequeñas, torcidas y con zapatillas. El propietario de las piernas pequeñas y torcidas puso la cabeza a ras de suelo y me gritó mientras me señalaba con el dedo los bomberos, los bomberos. La otra persona, una chica, también se agachó y cuando me vio hizo una mueca.

—No son los bomberos, Lluc.

El niño rompió a llorar y la chica se incorporó y lo abrazó hasta que se tranquilizó.

—Os puedo ayudar a salir.

—No —dijo la chica. Se había sentado con el niño en brazos y ahora volvía a verle solo las piernas—. Ni de coña. Esperaremos a que vengan los bomberos. Ya hace más de tres horas que estamos aquí. Seguro que estarán a punto de llegar. Hace rato que cuando aprieto el botón de ayuda no contesta nadie. Eso es que están viniendo, ¿no?

La voz le temblaba. Pensé en mi tío, pero también en las advertencias de la tele, y les expliqué lo que sabía. Le pregunté si tenía el móvil y si había podido contactar con alguien. Lo tenía, pero sin cobertura desde que habían entrado en el ascensor.

—Siempre pasa, es un rollo.

—Si quieres puedo intentar llamar a alguien.

Sospechaba que, como había dicho el abuelo, no funcionaría. La chica me pasó el teléfono por el agujero y retiró la mano enseguida. Volvió a agacharse para mirarme mientras llamaba y se mordió el pulgar.

No funcionó, las llamadas, fueran donde fueran, se cortaban e internet estaba caído.

Le devolví el teléfono a la chica, que suspiró y frunció el ceño como si fuera a ponerse a llorar. Me dijo que sus padres los habían llamado hacía mucho rato. Les habían pedido que fueran al pabellón deportivo del barrio, que estaba solo a dos calles del edificio, y que les esperasen allí. Mamá parecía muy nerviosa, dijo la chica, y rompió a llorar, y el niño también. Entre sollozos, dijo que no sabía qué hacer, que habían cogido el ascensor para ir más rápido, que tenían miedo porque no venía nadie.

Les dije que no pasaría nada y alargué los brazos, que quedaron dentro de la cabina. La chica me dio al niño, lo cogí con cuidado y lo saqué. Lo dejé en el suelo y el niño se cayó, como si hubiera hecho un gran esfuerzo. La chica respiró hondo y salió con los ojos cerrados y las piernas primero. Se dejó caer como una serpiente descolgándose de un árbol, el peso de las piernas la empujó hacia abajo, pero se levantó enseguida.

—¿Y ahora qué hacemos?—, me preguntó.

Tengo que ir a ver si mi hermano se ha marchado, les dije. La chica volvió a morderse el pulgar. Su hermano le estiraba el bolso. Nosotros iremos a buscar a nuestros padres, me dijo finalmente, y bajaron las escaleras con unos pasos que parecían lluvia.

Mañana, capítulo 6: Décimo piso