Tenía razón Papini, en nuestro mundo las palabras son propias de titanes y las obras parecen de hormigas y topos. Incluso las termitas podrían dar lecciones de grandeza al político de nuestros días que piensa como Gulliver y no se da cuenta de que está al nivel de Liliput. Pedro Sánchez, señor de los aplausos, pretende hacernos creer que, en vez de vivir el tiempo, es el tiempo el que lo vive a él. Hasta ahí alcanza su jactanciosa impostura. En medio de fuertes turbulencias, con el país sujeto a una destrucción de empleo sin precedentes en la historia y que ya es líder europeo en la incidencia del coronavirus, ha asegurado que lo que Europa reclama es la España que tenemos y que por ese motivo no hay que cambiar nada de lo que el Gobierno de coalición con Iglesias decidió al inicio de la legislatura, cuando la crisis sanitaria no se había asomado y arrasado la economía.

También se ha atrevido –es el rey de la osadía– a proclamar que si la UE decidió poner en marcha un Plan Marshall fue porque él mismo lo pidió, y que la postura de España resultó ser determinante en la decisión final adoptada. En Bruselas, como es sabido, apenas se le ha escuchado decir palabra; sin embargo, según él, los socios europeos están dispuestos a seguir su modelo. Puede que después de esta nueva ensoñación jactanciosa se le tome todavía menos en serio, salvadas sean las adhesiones inquebrantables y Tezanos con sus teoremas demoscópicos. La situación no es buena, por no decir malísima, pero Sánchez presume, en cambio, de conducir el barco por el rumbo adecuado. Por si fuera poco, se erige en modelo de los demás.

No hay que enterrar, así todo, la esperanza. Si el hombre que espera algo de la condición humana es un loco, el que desespera de los acontecimientos se convierte en un cobarde, escribió Camus, al que jamás le gustó eludir la dificultad.