No es lógico, justo, ni asumible que los dirigentes del procés que pusieron en jaque al país desde las instituciones catalanas causando un daño atroz a su imagen y la convivencia, obtengan el tercer grado cuando no han pasado siquiera nueve meses desde que fueron condenados por sedición y malversación. La medida se convierte ya en una burla al sistema cuando los agraciados, en vez de mostrar arrepentimiento, insisten, además, en que van a reincidir con otro referéndum como el del 1-O, según Junqueras con “efectos reales”. Naturalmente que no era una ensoñación lo que los perturbaba, sino más bien un delirio delincuente que ahora se traduce una vez más en retórica golpista.

Todo esto se produce tras comprobar cómo el Tribunal Supremo anuló este jueves la semilibertad concedida a Carme Forcadell y al temer que, tras esta decisión, se revoque el tercer grado del resto de los presos independentistas. Pero nadie debe engañarse, el desafío se hubiera lanzado igualmente en el caso de que el Supremo no hubiese actuado contra el magnánimo pitorreo de las instituciones penitencias catalanas. Nunca ha existido el propósito de enmienda en Junqueras y compañía, esa certeza la han alimentado incluso desde la propia sociedad establecida con el Gobierno y la llamada mesa de diálogo. De hecho, es desde ahí donde ahora intentan conseguir la amnistía que les permita la total libertad para seguir echándole un pulso al Estado. Utilizar un supuesto diálogo con el propio Gobierno para estos fines sería inviable en cualquier lugar del mundo democrático pero en esta España, aunque parezca un sarcasmo, entra dentro de lo posible. A partir de ahora tendremos una reedición amplificada del discurso victimista a cargo del orfeón de los presos del procés y del propio presidente de la Generalitat. Esta vez puede ocurrir que el eco quede bastante amortiguado en un país, bajo estas circunstancias, con víctimas reales por las consecuencias del coronavirus.