Este no es un artículo necrológico sino un artículo vital con fe en la resurrección, se inicia en el entierro de mi mejor amigo, Joaquín Robla Díez, que fue alcalde de Ribadavia. Fue enterrado en el pueblo de su mujer, Carmen Gómez Pérez Neu, que ha muerto también recientemente, a la que aludía en uno de mis últimos artículos en este mismo periódico, fervorosa admiradora de la Semana Santa de Zamora. Joaquín Robla estudió conmigo Filosofía y Letras en la Universidad de Salamanca. Le llamábamos familiarmente "Quinito" en una contracción fonética de las labiales griegas "pi", "kapa" "tau", y su secreta devoción era la de los castros, es decir, los asentamientos del pueblo celta. Cuando fuera enterrado, coloqué sobre el ataúd una boina roja porque Joaquín Robla era tradicionalista.

En Ribadavia, el pueblo de su mujer, yo me senté, en su compañía muchas veces, en uno de los largos bancos de madera a beber en las anchas tazas vino de Ribeiro en una taberna cuyo nombre era, precisamente "O morto". En la conciencia de la gente del Ribeiro orensano hay siempre como una especie de bruma que es una incertidumbre, como el "trasacordo", que es la nostalgia de otro mundo y que explica la morriña, la saudade y la "santa compaña" y el ir a la casa del muerto a dar el pésame, y a echar, de paso un trago.

Cuando llegué, por primera vez, a Ribadavia, recordaba los versos que escribiera al volver a ver Mogue de regreso de su estancia en Escandinavia. Parodiándolo, yo me complacía en lo que Juan Ramón con toda emoción había poetizado: "Vengo a ver fluir el Avia, orilla de su ribero", y también por las calles de Ribadavia, yo trataba de sorprender en el rostro de sus mujeres la belleza de las mujeres judías, pero mi ilusión era el escribir lo mismo que Juan Ramón decía al regresar a Moguer: "Vengo a sentir florecer un abril verde en tu campo" porque mi paseo favorito era el de ir andando, orilla de Lerez, a San Clodio, un camino de exuberancia vegetal y de sugerencias románicas.

Verdad es que el vino del Ribeiro resucita a un muerto. Esta misma asociación lo había comprobado en muchos de nuestros mejores pintores y literatos. Cuando era un niño y veía a los sepultureros del cementerio de Astorga echar sobre el cadáver de un vecino y antes de enterrarlo, una paletada de cal, acaso se trataba de acelerar la destrucción de la fealdad de la materia y dejar libre la belleza del espíritu. En realidad, al amar la vida, integramos la muerte. Yo tuve conciencia de ello en Ribadavia, visitando la fábrica de ataúdes de los Chao-Escudero en el barrio de la Estación, adonde fue invitado a conocer las creaciones de la casa y vi, y llegué a experimentar personalmente, un ataúd de lujo, cuyo confort no podía ser superado, y entonces comprendí el verso de Lope de Vega: "Yo dormiré en el polvo y si mañana me buscaras, Señor, será posible no hallar en el estado convenible para su forma la materia humana, y la esperanza de volver a verte es tan fuerte que con ello no más tengo alegría en la triste memoria de la muerte".

El pintor Solana asoció la carne pecadora en las máscaras carnavalescas, retratando el espíritu, y así entraba en la gran historia de la pintura española para que siga habiendo futuro en el hombre muerto y justificando la eternidad en la obra artística de creación. El ribeiro de "O morto" azuzaba el diálogo con la vida; esa parecía ser la idea del tabernero o, acaso, simplemente un cálculo para ganarse la vida con ojo de buen cubero. El hombre no es sólo su vida fisiológica sino también su persona y su historia. Hay tres tipos de muerte, una biológica, otra, metafísica y la tercera, teológica. La liturgia reconoce que existe el misterio proclama "Mysterium fidei".