Opinión

Iván López

Aliste, una pasión inútil

OPINIÓN | En materia medioambiental, Aliste es una especie de "ciudad sin ley": ni los ciudadanos cumplen la norma, ni la Administración pone demasiado empeño en que ésta se cumpla

Vista aérea de Vegalatrave con el río Aliste a su paso.

Vista aérea de Vegalatrave con el río Aliste a su paso.

Desde tiempos inmemoriales los seres humanos hemos sentido una fascinación innata por la belleza. Ya sea a través del arte o de la naturaleza, en la belleza encontramos un cierto sentido de trascendencia; una predisposición especial del espíritu. Los griegos entendieron además que lo bello es bueno, estableciendo así un vínculo entre ética y estética. De hecho, hoy en día seguimos empleando términos estéticos en el terreno ético. Consideramos que un gesto amable es bonito, mientras que el insulto o el desprecio es algo feo. Haber olvidado el valor ancestral de la belleza es el detonante de muchos de nuestros males modernos. Y en este sentido la comarca de Aliste –por otro lado, tan castigada por la despoblación– no es una excepción.

Ciertamente, sentir el influjo de la belleza es algo que a todos nos agrada y nos reconforta. Incluso en actividades de lo más cotidianas mostramos una cierta inclinación hacia ella. El ejemplo típico es nuestra manera de vestir en actos públicos o acontecimientos que consideramos relevantes. Vestir de cualquier manera –con dejadez– en ocasiones podría interpretarse como una falta de respeto hacia los demás, y también hacia uno mismo. Cuando esperamos visita y nos toca hacer de anfitriones, también disponemos los platos, las copas y los cubiertos en un cierto orden –y no de cualquier manera– y colocamos con frecuencia algún elemento estético (por ejemplo unas flores) que convierta la velada en algo agradable. No hay duda: la belleza importa.

Ahora bien, la cosa cambia cuando pensamos en nuestro entorno paisajístico, ya sea éste un entorno natural (bosques, montes) o artificial (edificación urbanística). Al contemplar los valles de Aliste, con sus pueblos dispersos en el horizonte de un campo infinito, me pregunto a menudo hasta qué punto el paisaje influye en el carácter de las personas. Con el paisaje ocurre algo parecido a lo que ocurre con los medios de comunicación: somos nosotros –las personas– las que hacemos los medios y, a su vez, son los medios los que de alguna manera nos "hacen" a nosotros. Somos nosotros los que, con nuestra actividad económica y cultural, modelamos el paisaje y, a su vez, es este mismo paisaje el que de alguna manera a todos nos configura, en la medida que lo habitamos y contemplamos.

Como tantos otros aspectos de nuestra vida, esta simbiosis tan curiosa con el entorno está igualmente condicionada por la presencia –o por la ausencia– de la belleza. Estar expuestos a la fealdad del paisaje (de un paisaje sucio y degradado) nos hace estar a dis-gusto en nuestra propia casa. Si, por el contrario, lo que nos interpela no es la fealdad, sino la belleza del entorno (un entorno bonito, limpio y cuidado), somos capaces de afirmar nuestra humanidad en el placer estético.

Por ello resulta muy sorprendente la falta de sensibilidad estética (¡y ética!) que algunas personas e instituciones tienen hacia el paisaje y hacia el entorno en el que habitan. Esta carencia es un problema endémico en algunos pueblos de Aliste, donde son los propios vecinos quienes vierten basura y escombros en los espacios públicos. No hace falta decir –o tal vez sí– que ésta es una práctica ilegal que, además, denota un cierto primitivismo. Pero, en cuanto a normativa medioambiental, Aliste es una especie de "ciudad sin ley": ni los ciudadanos cumplen la norma, ni la Administración pone demasiado empeño en que ésta se cumpla. Naturalmente, también en Aliste hay personas conscientes de la tragedia, sabedoras de quiénes son los que nos quieren imponer a todos la fealdad y sus consecuencias. Pero, a la hora de la verdad, nadie quiere verse condenado al ostracismo e impera la omertá (la ley del silencio). Se articula así una atmósfera más propia de una banda mafiosa, que de una sociedad abierta y democrática. Así las cosas, prefiero apelar aquí a la fuerza antropológica de la belleza, antes que a una normativa y unas instituciones que se han demostrado estériles.

Entre quienes luchan contra la despoblación en Aliste –lo que ellos llaman "la España vaciada"– no escasean ocurrencias pintorescas de todo tipo. Las causas de la despoblación suelen entenderlas como algo extrínseco; de ahí que sus propuestas se basen generalmente en reclamar inversiones foráneas, ya sean públicas o privadas. Sin embargo, el problema de la despoblación de Aliste es, en buena medida, un problema doméstico. La España de la que ahora hablamos nadie la ha vaciado, ella sola se ha vaciado a sí misma. Dicho brevemente: no hay una voluntad real de avanzar, de ir hacia delante. Tirar escombros en los caminos –dicen algunos– lo hemos hecho siempre, sin entender porqué debería dejar de hacerse. El recurso típicamente conservador del "así lo hemos hecho siempre" (aunque, obviamente, no sea verdad en este caso) es muy loable. Pero el conservadurismo alistano no entiende que el conservador no es inmovilista. La mentalidad conservadora es reacia (prudente) a los cambios, precisamente porque valora y conserva lo que el paso del tiempo –de los siglos– ha demostrado ser bueno; y es reformista en la medida que desecha aquello que es malo y perjudicial. No hace falta ser ningún hippy para afirmar que cuidar la tierra es bueno, y contaminarla es malo. Se trata del saber acumulado a lo largo del tiempo –y condensado en las tradiciones– que nos han legado nuestros ancestros.

Todo indica que la comarca de Aliste se ha resignado a contemplar el paso del tiempo instalada entre el lamento ("es que, sin autovía…"; "es que, si no hay trabajo…"; "es que, si el Estado no invierte en esta zona…") y la autocomplacencia (la causa de los problemas siempre son los demás). Así pasan los años, y todo sigue igual. La comarca de Aliste ganaría mucho asumiendo que ética y estética van de la mano, y que el esfuerzo por preservar la belleza del entorno depende de nosotros mismos. De ese modo seríamos también capaces de atraer población y apostar por un mayor pluralismo y dinamismo social (que buena falta hace). Porque quien profana la belleza inherente a la Naturaleza está faltando el respeto a lo que todos llevamos dentro. Sólo si somos capaces de hacer de Aliste un lugar bonito, en el que valga la pena vivir por su belleza, nos habremos reconciliado con el entorno, pero también con nosotros mismos.

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