Opinión
Luis Santamaría
El primer cónclave
RELIGIÓN | Así, la respuesta de aquel primer candidato, como la de todos, no puede ser otra que ésta: "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero"

La Capilla Sixtina apresura sus preparación al cónclave instalando las estufas y sus mesas
Aquella primavera agridulce había avanzado a base de domingos en los que palabras, silencios y miradas se turnaban para ir sanando las heridas que, de repente, causaron tanto dolor. Sorprendentemente, eran otras heridas –en manos, pies, costado– las que se habían convertido en el mejor fármaco para sus corazones desgarrados. Entre las sombras del desánimo, las amenazas de muerte y lo agreste del camino venidero, aquellos hombres vislumbraban una pequeña luz de esperanza, siempre nacida de las llagas del Maestro. La sangre de la que eran permanente recordatorio, derramada aquel viernes ya inolvidable, harían del rojo el color eterno del amor. Y revestirse de rojo sería, desde entonces, una llamada a ese amor llevado hasta el final. Hasta el último suspiro.
La historia volvía a repetirse: en lugar de cruzarse de brazos y divagar sobre el futuro, las cabezas debían entretenerse en algo –y los estómagos empezaban a susurrar su cotidiana necesidad–, por lo que ponerse a pescar cuando todos dormían parecía una buena idea. Simón, Tomás, Natanael, Santiago, Juan y otros dos. La noche, infructuosa. Nada de nada. Y lo más triste es que ya se habían acostumbrado. Con el amanecer, aparece el listillo de turno, un desconocido que les dice lo que tienen que hacer. No pierden nada por intentarlo… y sucede el doble milagro: las redes se llenan de peces y los ojos despiertan: "¡Es el Señor!".
En torno a las brasas que Jesús había encendido, y compartiendo un poco de pan y de pescado asado, improvisan una congregación general. Está claro quién los ha convocado e invitado. Hasta les ha dado de comer, en un feliz desayuno junto al lago, con las primeras luces del día. Dialogan de lo humano y lo divino, ríen y lloran. Auténticos, tal como son. No pueden –ni quieren– actuar delante de quien más profundamente conoce sus corazones. Ya les va quedando claro que él los quiere en la brecha, sin otro programa que transmitir sus palabras y realizar sus gestos.
Después de comer todos juntos, es el momento del cara a cara. Encerrados en la conversación entre dos buenos amigos, el Maestro se dirige al que ya había elegido. ¡Pero si lo había defraudado! ¡Lo abandonó cuando más lo necesitaba! A él le da igual, y lo interpela por su nombre: "Simón, hijo de Juan". Y le pregunta: "¿me amas?". Una vez. Dos veces. Tres veces. Suena a cadencia ritual, pero no es más que la insistencia del amor.
Así, el primer cónclave de la historia –sin votos ni fumatas– se produce junto a las aguas donde fue designado pescador de hombres, con el único requisito del amor y, desde ahora, la misión del pastoreo. Así, la respuesta de aquel primer candidato, como la de todos, no puede ser otra que ésta: "Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero". Esta semana, la Iglesia volverá a vivirlo.
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