Opinión | El espejo de tinta
MASC, obligar y prohibir
OPINIÓN | Hay dos maneras distintas por las que resolver el eterno retraso en la administración de justicia

Juzgados.
Hay dos maneras distintas por las que resolver el eterno retraso en la administración de justicia que, de no ser por el esfuerzo, poco conocido públicamente, de los profesionales de juzgados y tribunales, culminaría con frecuencia en colapso. Una vía, con el objetivo puesto en favorecer al administrado, pasa por la ampliación de la planta judicial, creación de nuevos juzgados -incluso con carácter transitorio hasta acomodar los plazos de tramitación a los que la ley establece-, modernización de sedes, dotación de más y mejores medios humanos y materiales y hasta eliminación de algunas fases de los procedimientos que tenían todo el sentido en un modelo del siglo XIX y ninguno en el XXI. Un plan de choque que ponga los contadores a cero en plazo prudencial pero que exige esfuerzo planificador a medio plazo e inversión, priorizar en el presupuesto la búsqueda de que la justicia sea más justa por ser más ágil.
La otra vía, con el objetivo en facilitar la vida a la Administración, consiste no en recortar fases del procedimiento sino en ampliarlas con carácter previo a que el asunto entre a un juzgado. Es decir, que el ciudadano se lo piense más, o se aburra antes -muerto el perro se acabó la rabia- y así no saturar unas estadísticas que, ni siempre ni para todos, tienen menor importancia que la ley y la justicia.
Este segundo es el camino elegido por el gobierno -sin mucha escucha y con ninguna negociación-, a través de los MASC, acrónimo de "medios adecuados para la solución de controversias". Un sistema que burocratiza y hace obligatorio, por lo tanto complica y encarece en tiempo y en dinero para el ciudadano, lo que todos los abogados sensatos y responsables ya ejercitamos en interés y beneficio de nuestros clientes: la búsqueda de solución dialogando y negociando entre las partes antes de someter cualquier discrepancia al procedimiento judicial.
Mal político, aunque frecuente en los últimos tiempos, a izquierda y a derecha, aquel que sustituye trabajo, genio e inteligencia por la imposición burocrática de obligaciones y prohibiciones en perjuicio del ciudadano.
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