Opinión
Aquellos Quijotes
Homenaje y recuerdo a una generación de hombres inquietos

Fernando Rey y Alfredo Landa, en "El Quijote" televisivo.
Constata Alain Corbin al inicio de su maravilloso "El territorio del vacío", que uno de los grandes problemas que arrostran historiadores y sociólogos cuando se enfrentan al pasado, es el "anacronismo psicológico"; es decir, "la tranquila, abusiva y ciega certeza de la comprensión del pasado". Para Corbin, "no hay otro modo de conocer a los hombres del pasado que el de intentar apoderarse de sus miradas, vivir sus emociones...". Es un problema de muy difícil solución: comprender cómo veían el mundo personas que nos antecedieron y de las que estamos generacionalmente muy lejanas exige una gran dosis de humildad, paciencia e incluso suerte, si es que somos capaces de disponer de documentos personales que nos ayuden a entender cómo era esa cosmovisión.
Algo así ocurre con los restos de esa España rural que comenzó a cambiar con el cambio tectónico que supuso la emigración masiva a las grandes ciudades durante la segunda mitad del siglo XX: corremos el riesgo de ver solo cifras y de no entender los motivos profundos de muchos de esos movimientos. En nuestro caso, por ejemplo, la cantidad de varones que a través del seminario consiguieron una formación que no era fácil lograr en los pueblos de aquella época.
Pensaba en esto a raíz de la muerte, con pocos meses de diferencia, de dos personas que quizá no llegaron a conocerse, pero cuyo perfil generacional los convierte en un ejemplo de cómo muchas familias buscaron un futuro mejor para sus hijos a través de la Iglesia. Uno de ellos fue Miguel González, sacerdote pasionista nacido en Santa Colomba de Sanabria en 1933, y el otro fue el catedrático Leandro Rodríguez, nacido un año más tarde, en 1934, también en el pueblo sanabrés de Trefacio. He de decir que no los traté, ni mucho menos, por igual a ambos: Miguel fue siempre un hombre cercano en nuestra casa, amigo de mi padre, que a su vez había sido amigo de su tío Miguel, también sacerdote; a Leandro lo conocí tarde, cuando era mayor, y mi acercamiento a él fue como profesor y divulgador del origen judío de Miguel de Cervantes.
Miguel González, sacerdote pasionista nacido en Santa Colomba de Sanabria en 1933, y el catedrático Leandro Rodríguez, nacido un año más tarde, en 1934, en Trefacio
Ambos nacieron en la convulsa España republicana y sufrieron las privaciones de su época, con una postguerra terrible que padecieron siendo niños. Trabajaron en casa, en la labranza y con el ganado, como hacían todos los niños. Leandro contaba —me lo refirió su amigo José Luis Rodríguez, de la Puebla— que vio por primera vez el Lago con seis años, precisamente mientras acompañaba al ganado. Lo normal era que alguna persona relacionada con la Iglesia captara a los chicos que viera con más posibilidades de seguir estudiando; así que en eso también había que tener suerte. Miguel era sobrino de un sacerdote y tuvo otros dos hermanos curas —uno de ellos, Manolo, aún vive—, mientras que Leandro tuvo también una hermana monja. Apenas pasaron los primeros años de su infancia en Sanabria, ya que, tras los años del seminario llegaron los estudios de Teología, fundamentales en el caso de Leandro para entender las intuiciones, brillantes, que tuvo para conectar El Quijote con la enseñanzas del judaísmo. Miguel estudió Teología en Roma y fue ordenado sacerdote en 1957. Tras unos pocos años en Asturias, en 1966 es destinado a la Comunidad Pasionista de Viña del Mar, en Chile, país en el que ejercerá su labor sacerdotal durante casi veinte años, en diferentes localidades y hasta que vuelva a España tras ser elegido, en 1985, Superior provincial de los pasionistas, una provincia que incluía diversos países americanos, como el mencionado Chile, así como Ecuador y Bolivia. Agudo observador, en el país andino ejerció de corresponsal para el diario católico Ya, según me recordó mi padre muchos años después. En paralelo, Leandro se especializó en Derecho Internacional Público y comenzó a colaborar con las víctimas judías del expolio nazi cometido durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Acabó instalándose profesionalmente en Ginebra, en cuya universidad ejerció durante años, primero como profesor y luego como catedrático de Derecho Internacional Público.
Su vinculación con su tierra natal fue diferente: Leandro ejerció desde muy joven de activista, y tan pronto como en 1974 organizó las primeras conferencias en La Villa para hablar del fuero sanabrés y de su controvertida hipótesis sobre el origen sanabrés del más universal de los escritores en lengua castellana. Miguel, por su parte, nunca olvidó sus orígenes, y ayudó —doy fe— siempre que pudo a los muchos sanabreses con los que siguió manteniendo contacto en la diáspora.
Leandro falleció en noviembre de 2024 en Suiza, deja una viuda, Josette, y dos hijos, así como un legado que puso en la agenda temas incómodos de los que la academia no quiere hablar: hasta que "aparece" una supuesta partida de bautismo cuya fecha es confusa, nada ubica a D. Miguel en Alcalá de Henares, un Cervantes que siempre se preocupó de ocultar sus orígenes, ahora sabemos bien por qué. Creo que incidir en ese carácter converso, "manchado", de Cervantes, es el gran haber de los trabajos de Leandro a lo largo de las últimas décadas, continuando la senda abierta años atrás por el agustino padre Ramos.
Miguel González, por su parte, falleció en Madrid a principios de febrero de este 2025 y está enterrado, como fraile pasionista, en esta ciudad. Bautizó a mis sobrinos y ofició en Santa Gema el funeral de mi padre a finales de 2022. Hace un par de meses, debilitado ya por la enfermedad, se acercó a la misa en recuerdo de su amigo; supe enseguida que el abrazo con el que nos despedimos sería ya el último.
Sirvan estas líneas, por lo tanto, de homenaje y recuerdo a una generación de hombres inquietos que, movidos por la inquietu, trabajó sin descanso por hacer del mundo un lugar mejor del que encontraron cuando nacieron...
Responsable global de Asuntos Públicos en ATREVIA
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