Opinión | Escalera hacia el cielo

Tú eres Pedro

Don Miguel, el cura bueno, se ha ido como vivió, siendo uno más de entre los cada vez más escasos vecinos de todos los pueblos en los que ha venido ejerciendo de pescador de hombres

Miguel Morán.

Miguel Morán.

Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Así nos es enseñado en Mateo 16:18. Con palabras. Así lo comprobamos, con hechos. Los de cada buen sacerdote, sustituto del primer Pedro, con el que tenemos la suerte de entrar en contacto.

Don Miguel era un buen hombre, y con un currículum así era imposible que fuera un mal páter.

"Murió el cura bueno de la Tierra de Campos", titulaba este mismo diario el día de su fallecimiento. En Zamora, en casa. De una neumonía, como acostumbran a hacerlo los longevos hijos de esta abandonada tierra durante la temporada de humedades, nieblas y heladas que ya no son remedo de lo que eran.

Se ha ido como vivió, siendo uno más de entre los cada vez más escasos vecinos de todos los pueblos en los que ha venido ejerciendo de pescador de hombres. Y eso, a pesar de vivir en la casa parroquial de Villalpando. A pesar de mantenerse fiel a la disciplina del celibato para el clero católico.

Es una de las críticas justas que se efectúan contra la iglesia de Roma: la obcecación por el mantenimiento de una antinatural vida asexuada. Celibato, que el Papa Francisco no considera un dogma de fe, sino una regla de vida y un don siempre sujeto a revisión, más nunca revisado.

Un celibato inexistente en todas las demás ramas del cristianismo, que permiten que los curas se casen y funden una familia. Con lo cual, y según defienden los críticos, pueden ejercer mejor su magisterio. Ya que están bien asentados en un territorio, sumando población en zonas despobladas y formando parte de la comunidad.

Sirva de prueba la peliculera conquista del lejano oeste norteamericano, donde los primeros en llegar eran los colonos con sus carretas para tomar posesión de las tierras sagradas que arrebataban a los indios, pero hasta que no llegaba el pastor con su familia y entre todos erigían la iglesia, el conjunto de casas y estancias ni era pueblo ni era nada.

Nada de lo anterior le hacía falta a Don Miguel para ser el cura bueno. Ni carreta ni familia ni iglesia levantada entre todos. Se bastaba y sobraba para apacentar a su rebaño y ser parte de la comunidad. Así lo hizo en los pueblos donde daba misa, y en los que no. Por eso, y por más, lo del cura bueno.

El cura bueno que entendía que la enseñanza de la religión puede tener diferentes vías. El cura bueno que bautizaba a hijos de padres no casados, desviados o divorciados, porque los hijos no son responsables de los actos de sus progenitores.

Y porque siendo todos hijos de Dios, sólo a Dios corresponde decir que no.

El cura bueno, que, pese a no estar autorizado a formar su propia familia, se convirtió con su buen hacer en un miembro más de todas las familias que habitan los trece pueblos del voto de la Inmaculada. Por eso los trece pueblos le lloran por igual.

Como lloraron a aquel otro cura bueno, el misionero Paco Castrillo, nacido en Villalpando y que entregó su vida por los más desfavorecidos de entre los desfavorecidos. ¿Acaso no es esa la labor primordial de la Iglesia? ¿La función para la que fue edificada sobre aquella primera piedra?

La función de acoger en terreno sagrado y servir de consuelo a quienes no lo encuentran. Acoger, a pesar de que el mundo siga siendo un salvaje oeste, real y no cinematográfico, donde los cristianos son masacrados dentro de la casa de Dios. La misma casa de Dios en la que Trump afirma que entrará por la fuerza con el fin de repatriar inmigrantes.

La función de aconsejar, orientar y poner en buen camino. La función de ser garante de los derechos y libertades inalienables de todo individuo, tenga fe o carezca de ella. La función de ponerse de parte de los desposeídos, de los que nada esperan ya, porque lo han perdido todo, hasta las ganas de vivir.

En estos tiempos, en los que parece que prime esa otra iglesia, la que significa inmatriculaciones ilegales e inmorales, junto a la exención de tributar in aeternum, la comarca villalpandina despide a Don Miguel. El cura bueno de Prado, a quien era habitual ver rodeado de la cada vez más exigua chavalería, y que entendía que dar una misa en recuerdo de los seres queridos que nos observan desde la eternidad no puede tener un precio.

El cura bueno que abría de par en par las puertas de la iglesia, porque entendía que la casa de Dios no es la casa del cura, sino la casa de todos los hijos de Dios. Algo extraordinario en estos tiempos en que nuestros políticos se han adueñado de la casa de la democracia. Como si el templo de la Res Publica no fuera del pueblo, y de nadie más que del pueblo.

No hace tanto tiempo que Prado vio cómo se cerraba el bar del pueblo. Ahora tiene que asumir como se calla para siempre el cura bueno que daba misa los domingos y fiestas de guardar. El cura bueno que se emocionaba y lloraba en los sermones cada vez que tenía que decir misa en el entierro de un vecino.

Qué nuestros representantes se dejen de perder el tiempo con Fitur. Zamora no necesita visitantes, turistas, ni domingueros. Zamora necesita colonos que se asienten de manera permanente. Que se establezcan sobre el terreno, formen aquí su familia, echen raíces y creen comunidad.

La iglesia posee suelo cultivable y la titularidad de casas parroquiales vacías. Es hora de que autoridades políticas y eclesiásticas trabajen de la mano. Es hora de arreglar esas casas parroquiales para que familias pobres o perseguidas encuentren un hogar y pongan a producir tierras de labor. Así es como se derrota la desoladora despoblación: Repoblando. Y no perdiendo el tiempo de feria en feria y tiro porque me toca.

Don Miguel fue un cura bueno y un hombre afortunado. Tuvo quien cuidó de él hasta el final. Recibió un merecido homenaje y estuvo acompañado en su último viaje. Quién nos cerrará los ojos a los pocos que vamos quedando, quién nos dirá una misa de difuntos, quién nos acompañará en el camino al cementerio cuando ya no quede nadie más. n

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