Opinión

Las mascaradas de Zamora como esperanza

Hijos y nietos de emigrantes vuelven por Navidad porque la tradición de sus ancestros también es suya

Jóvenes fotografían al Zangarrón de Año Nuevo de Montamarta.

Jóvenes fotografían al Zangarrón de Año Nuevo de Montamarta. / José Luis Fernández.

Hoy se oyen los cencerros de la Talanqueira y las Visparras por las calles de San Martín de Castañeda, mañana la máscara roja del Zangarrón asustará a los niños de Montamarta siguiendo la estela de otras figuras demoníacas que en los últimos días han corrido por distintos pueblos de Zamora. Sonidos y colores que casi se apagaron a mediados del siglo pasado ahogados por la prohibición de celebrar festejos con la cara tapada, por la industrialización que empujaba a los jóvenes a ganarse la vida lejos de la cuna y por un cambio cultural que ensalzaba lo urbano y lo moderno y denostaba todo lo que olía a ruralidad y tradición.

En un contexto tan adverso, algunos pueblos como Pozuelo de Tábara, Montamarta o Sanzoles se empeñaron en no dejar morir unas tradiciones milenarias que hunden sus raíces en las culturas prerromanas de la península, en ritos iniciáticos para hombres jóvenes y en ritos de fecundidad imprescindibles en sociedades agrícolas, asociados al renacer del sol en el solsticio de invierno. En otras localidades, caretas y pieles acabaron guardadas en pajares o sobraos, ajadas y olvidadas. Pero con el cambio al régimen constitucional y, sobre todo, a partir de los años 90, las mascaradas de Zamora volvieron a brillar con el esplendor de otras épocas. Paradójicamente, en muchos casos la recuperación vino empujada por los descendientes de la generación que había perdido el interés en estas tradiciones, por parte de jóvenes con necesidad de arraigo y conexión con el mundo de sus abuelos.

Carochos Riofrío Aliste

Carochos Riofrí­o de Aliste el pasado 1 de enero. / J L Leal.

Ahora que acaba el primer cuarto del siglo XXI, los Zangarrones, los Zamarrones, las Filandorras, los Tafarrones, los Cencerrones o los Carochos seducen a fotógrafos y artistas de toda España y son objeto de análisis en las universidades, por ejemplo, por parte de la Cátedra de Estudios sobre la Tradición de la Universidad de Valladolid, con la gran labor de José Luis Alonso Ponga, continuada hoy en día por la zamorana Pilar Panero.

La reactivación de estas tradiciones partió de la sociedad civil, pero con el tiempo esa tarea ha ido sumando la ayuda, merecida e imprescindible, de instituciones públicas como la Junta de Castilla y León, que en 2023 declaró las mascaradas Bien de Interés Cultural, o como la Diputación de Zamora, que subvenciona a las asociaciones culturales de los pueblos, incluye estos ritos en sus promociones turísticas y anualmente promueve un encuentro en el que las mascaradas zamoranas se hermanan con las de otras provincias y países como Portugal o Italia.

Las mascaradas de Zamora como esperanza

Las mascaradas de Zamora como esperanza

Estos apoyos han ido animando a más pueblos de Zamora a resucitar sus mascaradas. El camino lo abrió Riofrío de Aliste en 1972, y lo siguieron otros pueblos de la Raya en los 80 y 90, un esfuerzo que continúa en la actualidad con localidades que en la última década revivieron sus ritos de invierno, como Triufé o Sesnández de Tábara, por citar algunos ejemplos.

Las mascaradas se recuperan, pero no el padrón de los municipios que las celebran, afectados por la sangría demográfica igual que el resto. Ya ni burros de raza zamorano-leonesa quedan en su comarca de origen, Aliste. Estos équidos forman parte de las mascaradas porque abundaban en todos los pueblos, donde eran parte imprescindible de la vida cotidiana como animales de transporte, de carga y de acarreo. Los machos y burdéganos utilizados el 1 de enero en Riofrío, Sarracín y Abejera eran cedidos por la asociación Aszal, en colaboración con la Diputación de Zamora y el Ayuntamiento de Riofrío. Tan escasos como este animal autóctono son los quintos.

Zangarron Sanzoles

El Zangarron de Sanzoles el pasado 26 de diciembre. / José Luis Fernández.

En este panorama, la única amenaza para la pervivencia de las mascaradas de Zamora es la falta de jóvenes en el medio rural. Pero los pueblos han sabido convertir la adversidad en una oportunidad para actualizar estos ritos, antes reservados a los chicos que se convertían en hombres, ahora suman a varones casados y a mujeres, convirtiéndolas en unas tradiciones más inclusivas sin perder su esencia.

Junto a esa apertura, se da otro fenómeno a destacar, que es la participación en todas las mascaradas de jóvenes que no han nacido en el pueblo, ni ellos ni sus padres, pero que sienten esta tradición como suya. El pasado 26 de diciembre el Tafarrón y la Madama llegaron desde Madrid a Pozuelo de Tábara, y las dos "alcaldesas" desde el País Vasco y Zamora, pero encarnaron a los cuatro personajes principales con el mismo orgullo y emoción que sus abuelos y bisabuelos. Hay casos paradigmáticos como el de Jonathan Arnáez Fernández, que cada año recorre 4.000 kilómetros de ida y vuelta desde Suiza hasta Villarino Tras la Sierra para no faltar a la mascarada del Pajarico, el Caballico y los Zamarrones.

Gracias a las mascaradas, los zamoranos de la diáspora vuelven por Navidad al pueblo. En la mayoría de casos son ya la tercera generación de emigrantes, pero la tradición refuerza el vínculo, como una suerte de cordón umbilical que conecta a los jóvenes con la tierra de nacimiento de sus abuelos, y mantiene vivo el sentimiento de pertenencia a la tribu, a la tierra de los ancestros. Y lo más importante, mantiene viva la esperanza. Solo por eso, las mascaradas de Zamora merecen que no decaiga el apoyo de las asociaciones, de las instituciones y de medios de comunicación como LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA que son notario de la continuidad de esta tradición en cada pueblo a lo largo de las décadas. Mientras haya mascaradas habrá sanabreses, alistanos, sayagueses, sanzolanos o montemarteses.

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