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Opinión | Siete días y un deseo

Sea amable, por favor

Es posible que ahora mismo estén pensando que es muy difícil serlo con algunos jumentos

Opinión.

Opinión.

Cuesta tan poco y produce tan intensos beneficios que no entiendo cómo es posible que algunas personas no alcancen a ver que la amabilidad es un arma de destrucción masiva contra las emociones negativas que tanto daño producen en nuestra vida cotidiana. Piense en, por ejemplo, la cólera, la ira, la furia, el arrebato o la violencia que inundan las relaciones sociales en la vida cotidiana mucho más de lo que nos gustaría. Imagine cómo sobreponerse a sus efectos. Yo les brindo un remedio casero que cambiará sus vidas: si un día sí y otro también tropiezan con personas amables y, por descontado, usted fuera una de ellas, el mundo sería muchísimo mejor y no tendríamos que padecer las conductas de tantos impresentables. Solo tienen que practicar lo que les digo y luego me lo cuentan. Es posible que ahora mismo estén pensando que es muy difícil ser amable con algunos jumentos. Que no se merecen ni que se les mire a la cara. Lo sé. Pero tal vez ese sea el problema: que estas personas necesitan más que nadie que alguien como usted las mire a la cara para, al menos, decirles: "Hola, ¿qué tal estamos?".

Este aperitivo tiene su explicación. El viernes, de camino hacia Valladolid, antes de llegar a la capital tomé el desvío en Simancas para dirigirme a la Escuela de Ingeniería Agrícola, de la Universidad Pontificia Comillas. ¿Y qué hacía por allí? Pues volver a pisar los pasillos y las aulas que disfruté hace más de veinticinco años cuando tuve la suerte de impartir varias conferencias en una maestría sobre desarrollo rural. Desde entonces no había entrado en el centro y, como pueden imaginar, me hizo muchísima ilusión. Cuando salí, me di una vuelta por los alrededores del recinto y caminé por los senderos que conducían a huertos, invernaderos y gallineros. Me quedé contemplando a las más de 100 gallinas que andaban por allí. Observé cómo disfrutaban de lo lindo en un espacio acotado, tumbadas al sol, escarbando la tierra, comiendo hierbas y restos de comida. Y como a escasos metros estaba un tío cogiendo unas patatas en la puerta de un invernadero, se me ocurrió decirle: "Yo creo que estas gallinas son muy felices". Y la respuesta me dejó patidifuso: "Pregúnteselo a ellas". Y se dio la vuelta.

"Caray, qué mala educación", dije en voz baja, aunque con la intención de que me escuchara. Desconozco si me oyó porque no dijo ni pío. Él siguió con sus patatas o con lo que fuera y yo me entretuve con las gallinas y, unos metros más allá, con los gallos, que también disfrutaban de lo lindo de una mañana extraordinaria. Mientras esto sucedía, coincidí con otro señor, que portaba una carretilla. "Hola, buenos días. ¿Estos huertos son municipales, de esos que se alquilan?", le espeté. Me miró con cara de pocos amigos y sin decir sí o no se limitó a preguntarme que si yo iba a alquilar alguno. Le dije que no, que simplemente me llamaban la atención. Y remató: "Pues tenga mucho cuidado porque hay cámaras que lo graban todo". Y siguió, sin despedirse, con su carretilla hacia un cobertizo. En apenas cinco minutos había vivido dos conversaciones fabulosas. Cuando salí del recinto, en los escasos kilómetros que me separaban de Valladolid, en mi cabeza se construyeron las reflexiones que acaban de leer. Y ya está. Para qué escribir más si, como dice el refrán, "a buen entendedor, sobran las palabras".

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