Opinión | EL TRASLUZ

Ya

Ya.

Ya. / Shutterstock

En el taller de escritura discutimos sobre la invisibilidad. Una alumna pregunta si se trata de un tema agotado por la literatura o hay hueco todavía para utilizarlo con éxito. Un compañero le responde que él se duerme todas las noches con la fantasía de que posee ese poder: el de volverse invisible.

    - ¿Y en qué lo empleas? -le preguntamos.

    -En tonterías -dice.

    Y no podemos sacarle más porque le da vergüenza relatar sus aventuras incorpóreas. Inquiero si alguno de los presentes ha tenido un amigo imaginario.

    -Yo tengo una amiga imaginaria con la que practico sexo de riesgo -apunta Fede medio en serio, medio en broma. Fede es gracioso y se cree que escribe bien porque escribe con desparpajo. Hemos intentado en varias ocasiones establecer la diferencia entre una cosa y otra, lo que no es fácil porque la mayoría de los presentes aspira al desparpajo.

    El asunto de la invisibilidad, en fin, se queda atascado por una falta de creatividad colectiva de la que participo.

    Ya en la calle, imagino que tengo la capacidad de volverme invisible. Imagino que mi mujer, lógicamente, no me ve llegar a casa (atravieso las paredes también). Imagino que está hablando por teléfono con alguien a quien dice en ese instante:

    -Juanjo hace menos ruido cada día. A veces creo que está fuera y de repente me tropiezo con él en el pasillo.

    Ignoro lo que le contesta su interlocutor o interlocutora. Pero imagino que ella añade.

    -Ahora mismo no sé si ha vuelto ya del taller de escritura o se ha entretenido con los alumnos.

    En ese instante, entro realmente en casa y la oigo gritar desde el otro extremo:

    -¿Eres tú?

    -Sí -respondo.

    -Precisamente -dice- estaba hablando de ti con una amiga-. Le he dicho que cada día haces menos ruido. No sé cuándo estás o no estás.

    -Ya -digo-, yo tampoco. Y me retiro a escribir mi novela invisible.