Antonio Colinas habitó Vidriales

El profesor aunó todo en la ermita de la Virgen del Campo

RAFAEL ANGEL GARCIA LOZANO

RAFAEL ANGEL GARCIA LOZANO

Aquel viernes se celebró el festival navideño de fin de trimestre, misa de acción de gracias y la comida de rigor con los compañeros, que se prolongó en la tertulia -necesariamente breve- en el Café Fontana. A las siete comenzaba el pregón de Navidad de Antonio Colinas en la ermita Santuario de Nuestra Señora del Campo, corazón espiritual del valle de Vidriales. La tarde no era singularmente húmeda, pero las nieblas que acompañan el valle del Duero durante el mes de diciembre se habían aposentado en la ciudad días atrás, y eran ya varias las jornadas sin ver el brillo del sol. Pronto comenzaba el pregón y se imponía extremar las precauciones, de modo que el profesor hubo de decir adiós hora y veinte antes por pura prudencia. Es de locos ponerse en carretera sin especial necesidad, le decían. Pero quizá esa era la clave de la cuestión, la necesidad que se cuela bajo los resquicios de la vida, y que se acaba instalando como un deber innecesario pero fiel a la llamada tenue de la tierra y de algunos modos de celebración de las comunidades humanas.

Ya no poseían casa en el lugar. La pequeña aldea quedaba dividida en dos barrios, con la iglesia y el cementerio a medio camino -quien sabe si, entre bromas, separando o uniendo- así como el consultorio médico y el ajado bar en que fue transmutada la escuela. Sólo habitaban recuerdos, quizá los más fuertemente grabados a tenor de la infancia feliz y una primera juventud en que se debatían las decisiones vitales más decisivas y cierta búsqueda de soledad en sosiego. Sin embargo permanecía un fuerte vínculo de pertenencia, seguramente avivado por el correr de los años y la distancia del tiempo, o quizá también por el lastimoso avance de la decrepitud de las construcciones que formaron su paisaje ordinario durante los veranos y la despoblación del rural. Tuvieron la ocasión de perpetuarse... Siempre consideró esta tierra como un territorio singular, de tránsito, dotado de unas características que le daban cierto rango de identidad propia. Perteneciente a una provincia miraba hacia otra con la máxima naturalidad y sin ningún reparo próximo a la infidelidad conyugal. En el comercio, en los vínculos personales, en los médicos a los que acudir para sanar dolencias. También en virtud de la ciudad a la que pertenecía como obispado. Ya decía el literato leonés Antonio Pereira aquello de la maravillosa condición de las ciudades con obispo y sin gobernador civil. Y entre todo destacaba el color de la tierra, parda en extremo, de un rojizo singular, trasladando una fuerza de especial vigor y de amplias posibilidades de vida. Una tierra con sus perpetuas evocaciones romanas y generosas leyendas, percibidas en la infancia de un modo casi mágico sobre antiguos pobladores artesanos del vidrio, monjes fundadores de conventos minúsculos, ciudadanos del imperio que enterraban monedas de oro y hombres rebeldes a la dominación. Y, con todo, vecinos contemporáneos marcados por el particular trabajo en las hortalizas del campo, poseedores además de una dicción y ciertas palabras que sonaban a viejo en mi propia ignorancia, siendo -en cambio- el tesoro más amplia y celosamente conservado. Volvió, al finalizar. Y recorrió algunas calles, y las casas de referencia, y ciertos lugares escogidos. Y se emocionó con una alegría repleta de agradecimiento y de religiosa esperanza. Ya no poseían casa en el lugar, pero sí un universo cultural del que en buena parte han bebido y los ha hecho tal como son.

Superada Tábara, además topónimo y apellido familiar, la niebla desapareció en favor de los últimos rayos de sol en el horizonte claro y recortado al oeste por la Sierra de la Culebra. Al dejar la carretera general el profesor era consciente de abandonar una comarca para poseerse de la que era su destino. Y siempre con esa bienvenida que brinda el paso sobre el Tera y, un poco escondida, la estructura de luz y aire humanizado de Miguel Fisac. Atravesado el monte en el alto y dejando al lado la desvencijada fábrica de harinas y su homónima de licor llegó a su destino. Al pie del cruce ortogonal de carreteras, que no es sino reflejo de la encrucijada de la vida. Eligieron bien los fundadores... junto al castro, próxima a Carpurias, bebiendo casi de La Almucera. Solitaria, erguida, majestuosa en su modestia la que fuera también hospital y más recientemente preceptoría de muchachos en su preparatoria para ingresar en el seminario. Cuántas letras fueron posibles gracias al clero menor. A pesar de la tenue farola había una luz especial venida del interior. Tomó asiento como el desconocido que era. Y escuchó la modestia y el recogimiento del lugar, del acto y de las personas, todo en comunión. Antonio Colinas ocupó la grada del presbiterio, junto al ramo leonés que hace más nuestro el árbol de navidad. Y disertó apenas durante veinte minutos sobre su viaje a Belén, sus dos viajes a Belén. El segundo de la mano de un reportero de la tierra como enviado permanente de la televisión en Tierra Santa. Y así accedió a la basílica de la Natividad, a la gruta del Nacimiento. Fuera o no exacto el lugar, qué más da. El profesor aunó todo en la ermita de la Virgen del Campo, las palabras del orador, su paisanaje, la modestia de la celebración, la bendición de los Niños, los cantos del coro, el chocolate reparador, el cura Miguel con apellido de poeta, su capacidad para crear comunidad y vínculos, el recogimiento de los hombres, las varas del antiguo cabildo de laicos, la generosa conversación final con Colinas y la evocación del maestro de Cardedal cuando los unió en vínculo primero.

Nadie lo cuestionaba ya. El bañezano Antonio Colinas, nieto -e hijo- de este territorio de tránsito que son Los Valles y especialmente Vidriales, cantó a la humildad y al recogimiento. Fuente Encalada, ¡qué preciosa evocación al agua en la tierra de los arroyos! Allí y en el orbe, Dios hecho uno de los nuestros. Al salir de la ermita el profesor marchó discreto. La niebla aún más densa impregnaba el ambiente con ese paradójico calor de 22 de diciembre. Quizá asimilable al que llevó consigo del lugar donde se percibe, de un modo irracional a veces, que se debe estar.

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