No dejar entrar al viejo

Hablamos mucho de la educación escolar y poco de la familiar, de esa que se destila en comidas y cenas

Ilustración

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Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

Hace un año el cantante country Toby Keith preguntaba al nonagenario Clint Eastwood (cumplió 93 años en mayo) qué hacía para mantenerse tan activo a su edad. Me hubiera gustado presenciar el rostro del interpelado, pero lo imagino con esa media sonrisa ladeada que casi es una provocación, una ceja arqueada y la mirada con un ojo algo más abierto que el otro en una combinación de misterio, sorna y seguridad en sí mismo. Así lo imagino contestando a Toby Keith: "Cuando me levanto todos los días, no dejo entrar al viejo". Y oigo su voz rotunda, seca, pero sin estridencias, mezcla de El Predicador, en El jinete pálido, y de Robert Kincaid, en Los puentes de Madison; una voz con la firmeza que da saberse con la autoridad de quien enuncia unas palabras que van acompañadas con su hacer y que ni siquiera pretenden convencer.

Cuando me topé con estas palabras del actor, director y político Eastwood sentí un escalofrío, porque me recordó cuando hace ya muchos años, demasiados, mi padre, recién estrenada su sesentena, decidió no solo dejar entrar al viejo, sino que este se acomodase a placer, con café, copa y puro, para que se notase más su enseñoramiento, y ahí vivió, como amo feudal, otros veintiséis años, que se dicen pronto, pero que fueron más de la cuarta parte de la vida de mi padre. Y es que él decidió hacerse viejo como decidió dejar de fumar (eso ya me gustaría a mí haberlo heredado), de ver los toros, o las películas del Oeste, esas mismas protagonizadas por el entonces joven Clint Eastwood; lo decidió a bocajarro, pero muy a destiempo.

No se trata de negar que el tiempo pasa, ni ocultar las manchas que empiezan a aparecer en la piel de las manos, ni vestirnos como quinceañeros, ni obviar los achaques

Desde aquella decisión paterna, una parte de mi lucha interior ha sido no parecerme a él en eso. Y no es fácil, porque hablamos mucho de la educación escolar y poco de la familiar, de esa que se destila en comidas y cenas sin ni siquiera tener intención de educar, a veces hablando de otros, pero que poco a poco va calando, impregnándose en nuestro almario como se impregnan esos olores fuertes que perduran a pesar de ya no estarlos oliendo. Así que cada día he tenido que tender mi almario para que se oree y no solo por mí, sino por mi hija, porque al final, aunque no queramos, acabamos transmitiendo esos aprendizajes y sentimientos subliminales como transmitimos el color de los ojos, los cabellos y el carácter. Y meter al viejo en casa no es buena idea.

No se trata de negar que el tiempo pasa, ni ocultar las manchas que empiezan a aparecer en la piel de las manos, ni vestirnos como quinceañeros, ni obviar los achaques. Ni siquiera se trata de defender y repetir con exultación, exaltación e inconsciencia, como una especie de mantra, que la juventud está en la mente. Menuda gilipollez cuando las piernas no responden. Es más complejo y bastante más excitante que disfrazarse por dentro y por fuera de lo que no se es y, sobre todo, de lo que tampoco se fue cuando se tenía edad, y el deber, de serlo, que eso sí que roza el ridículo.

Quizá debería poner cómo no dejar entrar el viejo, pero lo que yo dijera no sería más que mi manera de intentarlo cada día y en esto no hay fórmulas para todos, ni manuales de auto ayuda, ni las cansinas frases que inundan las redes de buenismo insustancial. Así que no me sumaré yo a esta lista de quienes no entienden que cada uno percibe su realidad como puede y de poco le valen las palabras ni los consejos que valieron a otros, porque eran otros. Sin embargo, sí me atrevo a dejar aquí algo que bien puede valer para todos: no dejar que entre el viejo es que cada amanecer no sea para hacer exactamente lo mismo que el día anterior porque no tenemos ni putas ganas de hacerlo distinto, porque ahí, justo ahí, nos hemos hecho viejos y para siempre. Ahora que cada uno se aplique a lo suyo lo mejor pueda.

El flamante premio Princesa de Asturias de la Letras, Haruki Murakami, en un libro memorable, Kafka en la orilla, tiene un pasaje en el que habla de la tormenta de arena. Invito al lector a echarle una ojeada al libro y, aunque no esté en todo de acuerdo con el autor, dejo aquí un pasaje. "A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. (…) Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta (…) eres tú".

Danzar hasta la extenuación en medio de la tormenta es la clave, porque siempre habrá tormentas, así que tendremos que sacudirnos el polvo dejado por fuera y por dentro, limpiarnos los restos de arenilla en los ojos y mirar hacia el horizonte que aún nos queda por vivir.

Ilusión escribía en estas mismas páginas hace unos días Ana Olivares, compinche en este patio de Monipodio que nos ha tocado cada día. Y mucho de eso hay en ese no dejar entrar al viejo. Pero las ilusiones, en la mayoría de las ocasiones, dependen de hechos fortuitos ajenos a nosotros. Por lo tanto, mientras no nos asalten como bandoleros en cualquier recodo del camino, bueno será quitarle al viejo el mantel, la silla, la copa y el puro y poner en la entrada de nuestra alma el cartel de reservado el derecho de admisión, aunque al clavarlo en la puerta dejemos al descubierto las cicatrices y hasta los muñones que nos recuerdan que no siempre ganamos las batallas, pero nunca renunciamos a ninguna, como los legendarios piratas, esos que una gran maestra y amiga tanto le gusta enseñar a sus enanos.

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