El cesarismo democrático

Con sus luces y sombras, como todo y todos, los partidos políticos son esenciales

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ILUSTRACIÓN / PABLO GARCIA

Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

De los faraones a las dictaduras como la de Kim Jong-un, pasando por la inmensa lista de reyes absolutistas, tiranos, dictadores, u otros de igual calaña, cesaristas todos ellos por la gracia de los dioses, de sus antepasados y, sobre todo, de sus ejércitos, lo que les ha diferenciado de los Estados democráticos ha sido que el poder de los gobernantes en estos Estados provenía de las urnas, de la elección voto a voto de los ciudadanos, que no súbditos. Eso no hace a la democracia excelsa, pero, como señaló Winston Churchill, "La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás". Así que deberíamos mimarla, aunque exclusivamente sea por eso.

Y este mimo, en mi opinión, se sustenta en tres pilares básicos: valorar la importancia de los partidos políticos, respetar la voluntad de los votantes y evitar que haya césares, porque si uno solo de estos pilares decae, la democracia, por muy asentada que pudiera parecer y sentirse, se tambalea y en su cimbreo da pie a la aparición de iluminados, ahora llamados populistas, que tienen soluciones fáciles para problemas complejos, lo que ya de por sí es para asustarse, sobre todo cuando sus soluciones son las únicas posibles.

Con sus luces y sombras, como todo y todos, los partidos políticos son esenciales en el juego democrático. No hay democracia posible sin la existencia de estas agrupaciones cuya misión fundamental es sustentar una ideología, es decir, una serie de ideas sustanciales que representan su visión del mundo y con ello lo que quieren para todos y cada uno de sus conciudadanos, a los que cada cierto tiempo convocan para explicarles y convencerles de que esa visión es la mejor para el conjunto. Esta ideología es tan esencial que debiera estar por encima de quienes en momentos puntuales de la historia ocupan los puestos directivos de esos partidos, porque es mucho más que ellos, que serán transitorios, mientras que las ideologías son permanentes, son el referente al que siempre se puede volver y de ahí que todos los partidos tengan órganos de control interno que velan por evitar que se produzcan desvíos de esa ideología, porque es esa la que presentarán al electorado y la que representa a sus afiliados, muchos o pocos, pero respetables.

Cada ciudadano mayor de edad es dueño del destino de su país y no solo con su quehacer diario, sino con el voto que deposita en una urna para elegir a quien considera que mejor representa su ideología, sus intereses y su visión de la vida y de su país

El segundo pilar que apuntaba es el respeto a los votantes. Los súbditos, atenazados y amenazados explícitamente por su gobernante de turno, no tienen más remedio que asentir ante el líder so pena de, incluso en la actualidad, pagar su disidencia con la muerte. En democracia, por el contrario, cada ciudadano mayor de edad es dueño del destino de su país y no solo con su quehacer diario, sino con el voto que deposita en una urna para elegir a quien considera que mejor representa su ideología, sus intereses y su visión de la vida y de su país en ese momento. Y esta es la trascendencia de algo tan aparentemente simple como introducir una papeleta en una urna; trascendente y responsable acto, porque elegir lleva aparejado asumir las consecuencias de lo elegido. Y esta responsabilidad es la que hace que haya que tener el máximo respeto por cada uno de los que votan e incluso por los que ni votan. Suponer que cuando los votantes no apoyan nuestra propuesta son una panda de desinformados, manipulados y tontos irredentos no es solo una falta de educación, sino una irresponsabilidad de quien lanza semejantes lindezas, porque desconoce que quizás ese mismo votante en otra ocasión sí compartió su programa. Y supone no asumir que lo mismo es que el partido en cuestión no ha contado bien su ideología, o ha gestionado mal el poder que se le dio en otros momentos, e incluso es no asumir que lo mismo el error no es del atontado votante, sino de quien pidió su confianza y cómo se la pidió y supone obviar un hecho evidente: la mayoría de quienes votamos no estamos afiliados a ningún partido político y a esos, justo a esos millones de ciudadanos, es a los que específicamente hay que convencer. ¿O es que los partidos ignoran la diferencia entre el número de sus afiliados y el de los que les votan? Así que respeto y mucho, que no hay democracia sin partidos, pero mucho menos sin votantes.

Mi tercera consideración es evitar que aparezca el cesarismo, esa manera de ejercer el poder concentrado en una persona. El cesarismo es la esencia de dictaduras y tiranías, pero en los últimos años, en todas las democracias del mundo, parece que va calando, de manera que los partidos eligen a un líder, o un líder crea un partido, que esa es otra, y a partir de ahí se le sigue de manera ciega y, en ocasiones, cerril hasta el absurdo. Se le aplaude cuando dice lo uno y hace lo otro, incluso aunque atente frontalmente contra la propia ideología del partido. Da igual. Es el líder, el césar, el visionario, el que ve más allá hasta de quienes lo eligieron en su partido, discapacitados para analizar el presente y el futuro. Eso sí, muchos de ellos deudores del líder, de que este los designe para un cargo de partido o institucional cuando tiene el poder, porque en demasiadas ocasiones sin ese designio lo que les espera es la dura realidad de la hipoteca, el colegio de los niños, los impuestos, los recibos y hasta el paro. Que estos césares fagociten las estructuras de su propio partido hasta la desideologización, que se sientan dueños del bien y del mal y que, cuando las cosas pintan bien, asuman, y se les aplauda, que es por ellos, y que, cuando van mal, la autocrítica sea decir que se hace autocrítica y fin, y no dimite, y también se le aplauda, está, como mucho, muy bien para esos afiliados endeudados, allá ellos con sus deudas pecuniarias o sentimentales, pero para el resto de ciudadanos, que, insisto, somos la mayoría, es un insulto a nuestra inteligencia y eso es malo, muy malo para la democracia.

Que cada lector ponga nombre a estos césares de nuevo cuño y de distinto sexo, que aquí no hay distinciones, porque están en todos los partidos políticos y es responsabilidad de los afiliados, que no lo olviden ni lo camuflen, los pata negra de la ideología de cada uno de ellos, el escrutar minuciosamente a su líder, no al de otro partido, al suyo, para ver si realmente les representa en esa ideología que es la suya como afiliado y que, por tanto, merece el máximo respeto justamente por quien dice representarlos. Esa es su responsabilidad absoluta, que los demás nos limitamos a votar.

A honor y gala tengo contar con amigos de verdad que militan en distintos partidos políticos, algunos de ellos acérrimos, pero su amistad está por encima de dimes y diretes. Quizá por ellos no milito en ningún partido. En todo caso, salvo honrosas excepciones, a ninguno he escuchado posicionarse contra su líder de turno, el suyo, insisto, y eso me entristece y me preocupa, porque los césares acaban desnaturalizando a los partidos, depreciando a sus afiliados y ninguneando a los votantes cuando no les votan y hasta cuando sí. En definitiva, acaban por aniquilar la democracia.

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