Ilusión

La rutina nos marchita, del mismo modo que nos tranquiliza

Ana Olivares

Ana Olivares

Recojo el guante de mi cómplice de desventuras, Luis Esteban, para escribir sobre lo que creo es la única razón de despertar cada día. Decía Iñaki Gabilondo en una reciente entrevista que lo que más cuesta mantener con la edad es la ilusión, y no puedo estar más de acuerdo. Descartada la felicidad, por demasiado abstracta y conceptual, y orillada la alegría, más propia del carácter que nos haya tocado heredar, la ilusión supone ese fósforo de despertar casi sorpresivo, que prende rápido pero de limitada duración, que nos hace sentir vivos en las situaciones más dispares.

Esa ilusión que se planta en el estómago el día que se atisba el inicio de algo, desconocido y atractivo, detrás de la siguiente puerta. La confirmación de que seguimos estando vivos y aún nos creemos algún cuento chino que otro, porque de eso se trata. Con el paso del tiempo, vamos quitando el brillo a la mayoría - seamos gentiles - de las vivencias que nos dijeron serían la razón de nuestro existir. Una vez desmitificado el amor cuando se ha roto o fue imposible con mayúscula, el hogar tras la tercera mudanza, la suerte cuando el destino se dedica a jugar malas pasadas, las peores, esas que no te dan siquiera el consuelo de culpar a algo o a alguien, después de todo ese supuestamente apasionante proceso de vivir, y por ello crecer, uno se pregunta para qué. Para qué enfangarse en proyectos, personales o no, si ya vemos el callejón oscuro antes de cruzar el parque.

No es lo que nos pasa, es cómo lo vivimos, la película que nos montemos con la ilusión que lo aderece

La rutina nos marchita, del mismo modo que nos tranquiliza. Decía un proverbio oriental que ojalá los dioses nos libraran de períodos interesantes, y así es. Lo que nos revuelve y nos intranquiliza también nos pone en guardia, con los poros y los ojos abiertos de par en par. La vida sigue y, más allá de la suerte de encontrarte en escenarios mejores o peores, cierto es que no es necesario tener grandes ambiciones para encontrar ilusiones a nuestro alcance, aunque sean low cost.

No pretendo ser simplista y caer en el tópico de agradecer que estamos vivos, celebrar la salud mientras dure, aunque sean constantes que nos repiten los mayores. Somos seres egoístas y tontos, inconscientes de mucho de lo bueno que nos toca, descubriéndolo únicamente cuando lo perdemos. Así somos. Sin embargo, nos queda el recurso de atender al súbito ataque de la ilusión, ese calorcito que puede aparecer disfrazado con los trajes más dispares.

Una entrada de ese concierto en la mano, esa última curva que desvela el mar tras el desierto, cuando te sabes descubierta en los ojos de otro y no sabes qué más, cuando piensas en el alicatado particular de tu castillo en el aire y crees tener una nueva idea trasnochada que te hace sonreír, cuando deberías pensar en la jubilación y no dejan de ocurrírsete proyectos que parecen desacabellados a los hombres grises, cuando lees algo que escribiste y te gusta tanto que dudas que sea tuyo y te hace ponerte a escribir de nuevo, cuando logras ver que, puede ser, que eso que te tortura tenga un fin, cuando pasaron los días y te descubres a ti misma después de haberte diluido en una pareja ya archivada. Son continuos reseteos de nuestro sistema que te enfrentan a ese vértigo del puede ser, del por qué no, hasta que dejen de estar y vuelvan a ser sustituidos por otros. Ese es nuestro verdadero trabajo, reponerlos sin fin y sin más objetivo que darnos forma y ganas. Eso es lo que somos, lo que no aparece en los currículos ni en nuestra ficha médica.

No es lo que nos pasa, es cómo lo vivimos, la película que nos montemos con la ilusión que lo aderece. Tengo ejemplos a mi alrededor de personas de edad que la derrochan a un ritmo que ya quisieran los jóvenes. También he visto cómo se apagaba la menor ilusión dando entrada al inicio del fin. No es el secreto de nada, pero también es una verdad irrefutable. Decía Clint Eastwood cuando le preguntaron sobre su productividad inusitada teniendo en cuenta su edad que "cuando me levanto, no dejo entrar al viejo". Una vez que lo hace, se apagan las chispitas y se cambia definitivamente de pantalla. Se mueren las ilusiones. En plural, porque son diversas, muchas sin valor reseñable, pero todas válidas por el mero hecho de existir.

Hoy he decidido volver a poner música alta, bailar por mi salón y escribir este texto, como búsqueda de un poco de gasolina a estos días grises en el sentir y, por fin, grises en el cielo. Alguien cercano se ha encendido uno de esos fósforos que no sabemos cuánto durará, pero hoy brilla. Así que aprovechemos la ocasión y contagiémonos. Como diría La Casa Azul, "empezar a respirar, y volver a lo normal. Retornar a la belleza de las cosas inconexas y al amor".

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