Murijina: cuando las palabras son historia

La importancia de rescatar los idiomas a punto de desaparecer

Una persona, con un paraguas para protegerse de la lluvia en una imagen de archivo.

Una persona, con un paraguas para protegerse de la lluvia en una imagen de archivo. / EMILIO FRAILE

Julio Fernández Peláez

Julio Fernández Peláez

Hacía mucho tiempo que no escuchaba esa palabra y el otro día volví a escucharla: murijina, que en algunos pueblos de La Carballeda es como se llama a la lluvia muy fina, esa que cae de forma seguida y molesta, y contra la que no sirve el paraguas porque no viene de arriba sino que se deja arrastrar por el aire. Algo así como el orbayu en Asturias, solo que con un matiz especial de fastidio, quizá porque al contrario que en Asturias esta lluvia no es del todo frecuente y cuando aparece te pilla desprevenido.

La palabra surgió a raíz de una conversación sobre los idiomas a punto de desaparecer y sobre la importancia de rescatarlos porque son lo que describen la relación de los seres humanos con el medio en el que habitan. Utilizamos palabras para nombrar fenómenos y la forma de utilizar estas palabras define, a su vez, el cómo son percibidos esos fenómenos. Y al salir a la luz esta palabra, de inmediato apareció en mi cabeza una vieja expresión: "está murijinando", para señalar la sensación fría que nos esperaba de salir a la calle con esa manera de llover, la sensación que correspondía a esa lluvia menuda que se metía en los huesos a través de finísimas gotas que lo atravesaban todo.

Yo creo que no había lluvia más desagradable que esta, no solo por su capacidad para provocar resfriados sino porque, al contrario que cualquiera otra lluvia, la murijina parecía no tener un principio ni tampoco un final: amanecía murijinando y anochecía murijinando, tiñendo a su paso todas las horas del día con un color gris permanente.

La murijina provocaba, quizá sin darnos cuenta, una tristeza incomparable, una tristeza que nos impedía ir a ningún lado, ni siquiera al reconfortante lugar de los dulces recuerdos. En días de murijina no se podían tomar decisiones importantes, y si tenías la mala suerte de salir de casa con la intención de hacer un viaje, lo más seguro es que por tu cabeza rondara la idea de que jamás ibas a volver, tal era el pesimismo que se adueñaba del ambiente.

Tengo que reconocer que extraño esa murijina, no es que la eche de menos sino que la echo en falta, como cuando algo se pierde, y aunque no sabes muy bien si era o no necesario te das cuenta de que con su ausencia ya nada es lo mismo. Y es que con la murijina no solo nacían sentimientos de desánimo sino también aquellos otros que, desde un principio, dábamos por imposibles. Los enamoramientos más fuertes y duraderos surgían de esos días tristes murijinosos en los que los dedos recorrían, dibujando soles, los cristales empañados de esas ventanas que daban a la calle.

Los enamoramientos más fuertes y duraderos surgían de esos días tristes murijinosos en los que los dedos recorrían, dibujando soles, los cristales empañados de esas ventanas que daban a la calle

Qué contradicción más hermosa la de añorar el murrio, la tristeza. Es una contradicción intrínseca, capaz de poner en alerta las emociones, o de enredarlas, y que da lugar a otra misteriosa palabra: amurriarse. Al amurriarnos fruncimos el ceño y nos arrugamos, pero este no es un acto de enfado sino de encuentro con la pesadumbre que llega desde el pasado, el pasado por ser pasado, por haberlo perdido, y el pasado por guardar esos secretos que el pasado no nos permite desenterrar de ningún modo.

En estos días primaverales en los que el campo se llena de vida, no sé por qué razón me da por amurriarme y echar en falta la murijina, y también todas aquellas palabras que fueron quedando arrinconadas, sintiéndose avergonzadas por formar parte de un habla antigua y en desuso. Si acudes a un diccionario de castellano, verás que esta palabra no existe. Pero no existe tampoco en gallego ni en portugués. ¿Existe en leonés? La verdad es que no la encuentro. Aunque imagino que esta palabra está registrada en algún estudio, o incluso en algún diccionario, lo cierto es que tecleas en Google “murijina” y se obtienen cero resultados. Así que oficialmente la palabra no existe. O al menos eso parece.

Quizá se trate de un localismo, de una especie de neologismo de época, aunque no podamos adivinar qué tiempos aquellos. En mi imaginación aparece un significado: murijina, la lluvia de los moros. Pues era tradición que todo lo molesto se asociara a ellos. Y esto me viene a la cabeza tras recordar cómo se llamaban los tojos: piñamouros. En fin, qué aventura indagar en el lenguaje a través de una suerte de arqueología de las palabras en la que solo aparecen sustratos. Y qué pena no haber pensado esto mismo antes, y haber iniciado la recogida y guardado de estas palabras cuando los pueblos estaban habitados por personas con infinita memoria, con palabras tan enraizadas que se confundían con la propia historia de los pueblos.

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