¡Se nos suicidan, oiga!

El abyecto comportamiento de parte de una sociedad a la que le da miedo lo que es distinto

VECINOS DE SALLENT DEPOSITANDO FLORES Y VELAS EN LA ZONA DONDE SE PRECIPITARON AL VACIO

VECINOS DE SALLENT DEPOSITANDO FLORES Y VELAS EN LA ZONA DONDE SE PRECIPITARON AL VACIO / OSCAR BAYONA

Rafael Monje

Rafael Monje

A pesar de la anestesia que vivimos como sociedad, solo las personas más malvadas se habrán quedado impasibles ante los suicidios, consumados y en grado de tentativa, registrados recientemente en Cataluña. Estamos hablando de dos gemelas argentinas de doce años, unas niñas que todavía tendrían que vivir con la ilusión de descubrir un mundo cada vez más atractivo, que se arrojaron desde un tercer piso en Barcelona. “Estoy cansada de que me hagan bullying”, dejó escrito una de ellas.

El otro caso que nos ha arrebatado el alma es el de un adolescente de quince años que se tiró desde un cuarto piso y que sobrevivió, con multitud de fracturas y otras lesiones cuyo alcance a medio plazo es incierto. Ese chaval, que padece un trastorno leve del espectro autista, también dejó unas líneas escritas, en las que aseguraba no querer vivir en un mundo “en el que la gente mala es aplaudida”.

En los tres casos se daba el componente de la diversidad y el abyecto comportamiento de parte de una sociedad a la que le da miedo lo que es distinto. Las niñas eran argentinas, seguramente, con ese maravilloso acento que enamora a la primera palabra y, además, una de ellas tenía una dificultad añadida por su identidad de género y deseaba que la llamaran Iván. Doblemente diversa y el doble de incomprensión y falta de respeto ajeno.

¿Quién puede entender que la sanidad regional te dé cita para el único psicólogo del centro de atención primaria ocho meses después de solicitarla?

Por lo que se refiere al chico, también con todo por aprender, por vivir y por hacer en perspectiva, era, al parecer, víctima de constantes burlas, acentuadas por su dificultad para relacionarse.

Todo lo anterior no hace sino ser un claro, y triste, ejemplo de una cuestión de extraordinaria gravedad. El suicidio se ha convertido en la principal causa de muerte no natural en España por lo que se refiere al tramo de edad entre 15 y 29 años, según la Fundación Española para la Prevención del Suicidio.

En 2021, se suicidaron más de 4.000 personas en nuestro país, lo que supone unas once cada día. Por lo que se refiere a menores de quince años, catorce niños y ocho niñas se quitaron la vida ese año, el doble que los registrados en 2020, y la cifra parece empeorar a ojos vista.

En plena era de la información y la comunicación, abrumados por pantallas, pantallitas, relojitos inteligentes, gafas virtuales, tokenizaciones, multiversos y demás, muchos de nuestros pequeños son cada vez más infelices y buscan desesperadamente en evasiones estériles el sentido de la vida, ese mismo sentido que nosotros no parecemos saber darles.

Permanecemos impertérritos ante casi todo y, en el mejor de los casos, los episodios más truculentos que captan nuestros sentidos terminan diluyéndose con la mera repetición. Imagino que es un mecanismo de defensa, pero totalmente repudiable, porque es fácil hacer daño cuando no se hace nada. De entrada, hace falta presupuesto y voluntad política para crear una legión de psicólogos y psiquiatras que eviten que esta sociedad se vaya por el sumidero en medio de la angustia. ¿Quién puede entender que la sanidad regional te dé cita para el único psicólogo del centro de atención primaria ocho meses después de solicitarla? ¿Qué sentido tiene incrementar las estructuras funcionariales si la salud mental sigue dependiendo de la capacidad de tu bolsillo?

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