Más vale prevenir que curar

El sector agrario debe ser la primera barrera de contención en el Servicio Nacional de Salud

Bárbara Palmero

Bárbara Palmero

El médico más famoso de la Atenas de Pericles, un tal Hipócrates, que con el tiempo ha llegado a ostentar el rimbombante título de padre de la medicina moderna, legó a la posteridad su más sabio consejo: “Que tu alimento sea tu medicina”.

Nadie le hizo caso. A excepción del doctor Ramón Sánchez Ocaña y su televisivo Más vale Prevenir que Curar. Y ahora, que tanto se habla de reestructurar el Sistema Público de Salud, cabe preguntarse de qué sirve refundar la Sanidad si no refundamos primero lo que está enfermando a la población: un sector agrario industrializado, y más encaminado a vender cosas con muchos aditivos y envueltas en petroenvases de llamativos colorines que alimentos sanos y nutritivos.

Porque a la hora de comer, los humanos nos dejamos engatusar con lo bonito. Como la zorra de la fábula encandilada con aquella máscara griega de teatro, hermosa y sin cerebro. Y por lo barato. Porque si nos dan a elegir, preferimos pagar por Netflix antes que por comer de modo saludable.

En un lugar del calendario de cuya fecha no quiero acordarme, fui al instituto Carlos Haya de Tablada y cursé Alimentación I y II como asignaturas optativas. Después de ver el estreno de Terminator, lo de decantarme por Informática quedaba descartado.

Estudiando el listado de los aditivos alimentarios artificiales elaborado por el Instituto Pasteur, una fundación sin fines lucrativos dedicada al estudio de enfermedades, a través de la investigación, enseñanza y acciones de salud pública, la profesora de Biología nos indicó que nuestra generación iba a servir de conejillo de indias para medir los efectos que estas sustancias químicas iban a tener sobre la salud humana.

En la actualidad, existen estudios que vinculan el consumo de aditivos con un aumento de la obesidad, hiperactividad en niños, migrañas, cefaleas, alergias, intolerancias y epilepsia. Por no hablar de la relación demostrada entre comida ultraprocesada y un aumento en los casos de patologías crónicas como cáncer, deterioro cognitivo y demencias.

Lo primero es hacer examen de conciencia. Mea culpa, confieso que hubo un tiempo en que caí en la trampa de ese feminismo capitalista. Un femicapitalismo liberador que dictamina que, si el hombre no se pasa dos horas cocinando unas alubias al fuego, pues la mujer tampoco. Porque ser una mujer empoderada resulta fácil, basta con comprar una lata de alubias, que además se recicla en el contenedor amarillo.

Aunque el femicapitalismo de nuestras madres se vista de seda, o del actual ecocapitalismo orgánico, muy bio y muy vegano, capitalismo se queda. Feminismo y ecología era lo de nuestras abuelas. Esas mujeres todoterreno, multitareas y polivalentes, que lo mismo parían y cuidaban de sus mayores, que cavaban el huerto, hilaban y tejían lana, atendían los animales de corral, trillaban, hacían conservas, recolectaban leguminosas, sacaban adelante una familia y hasta se manejaban con la economía del trueque.

Lo que es una abominación es lo de ahora. Hace cincuenta años, una familia media española gastaba un cincuenta y cinco por ciento de sus ingresos mensuales en comida. Hoy día, esa misma familia se gasta más de un sesenta por ciento de su salario en la casa, hipoteca o alquiler, más la tecnología, y tan sólo dedica un quince por ciento a su alimentación.

Qué tipo de alimentación. La más barata y menos saludable, obvio. No necesitamos que lleguen los de VOX al Gobierno para acabar comiendo igual de mal que en Estados Unidos. Nos basta con los actuales políticos liberales reacios a implementar políticas intervencionistas.

Cómo es posible que a un campesino le salga más a cuenta dejar que la fruta se pudra en el suelo. Cómo es posible que gaste más dinero en pagar la mano de obra por recogerla, de lo que obtiene por su venta a los mayoristas. Y cómo es posible que al consumidor le resulte más barato comer fruta procesada, con almíbar, en mermelada o yogur que comprarla fresca.

De qué carajo sirve este ministro de agricultura. Un pusilánime incapaz de pegar un puñetazo en la mesa en su reunión con el sector de la alimentación y fijar el precio de los alimentos. Un precio digno, que reconozca y valore la fuerza de trabajo de los campesinos. Y que al mismo tiempo sea un precio sensato y asumible por el consumidor.

Pero no toda la culpa es del miedica de Planas. Quien, como buen soldado, se limita a cumplir órdenes de su comandante en jefe. Hoy le manda ser ministro de agricultura, y mañana ser secretario de estado para asuntos extraterrestres. Me apuesto lo que sea a que en este ministerio de agricultura industrializada no tienen empleado ni a un solo campesino.

Somos Europa, para lo malo y para lo peor, pero seguimos siendo España. La España del zapatero a tus zapatos. Por eso necesitamos un ministerio de agricultura más profesional, con menos técnicos, expertos o militantes, y con más labriegos y pastores de esos que saben leer el cielo.

Un ministerio de agricultura que cree un banco de tierras abandonadas y disponibles para arrendar a gente nueva, ese bendito relevo generacional; Que promulgue una moratoria a las factorías de carne, y que cierre todas las que se aprobaron pese a incumplir la legislación medioambiental; Que prohíba destinar suelo cultivable a fines energéticos y minero-extractivos.

Y que ponga fin a la intensificación, mediante riego, de cultivos de secano, y a esta insensata tropicalización de la huerta. El que quiera mangos que viaje a Cuba. La Comisión Europea admite que la ganadería de pastoreo y la agricultura tradicional son suficientes para alimentar a toda la población.

Qué tipo de alimentación. Una alimentación sana, nutritiva, respetuosa con el medioambiente y de proximidad. Como la de nuestras abuelas. Una alimentación que mejorará la salud del pueblo español, y que actuará como una eficaz primera barrera de contención en el Sistema Público de Salud.