Librillo de memoria

Semuret

La primera novela que leí dos veces me la dieron en una librería a punto de echar el cierre

Luis González, Semuret.

Luis González, Semuret. / NICO RODRIGUEZ

Jonathan Arribas

Jonathan Arribas

En el suelo, dentro del escaparate, una mujer sentada metía los libros en una caja de cartón. Pasaba la mano por el lomo, soplaba, no tenía prisa. Entré y pregunté por un ensayo. La mujer se dio la vuelta y apuntó con la barbilla al hombre, como diciéndole: contesta tú, anda. El hombre limpiaba los anaqueles más altos subido a una escalera. No lo tenemos y no lo podemos pedir. Esto cierra ya. Olía al trajín de los libros, al polvo de la madera. Cuando estaba en la puerta, a punto de salir, el hombre me dijo espera, acércate. Me tendió un libro azul.

Me mudé a Madrid y fui a un mercado de libros viejos. Era opositor y libraba dos tardes a la semana. Mis amigos vivían en Salamanca, Valencia, Zamora, París. Fingía que podía estar solo, sin ver a nadie, hasta cinco días seguidos. Lo conseguí unos meses, disociando, castigando al cuerpo en sesiones de Crossfit. Se lo conté a una librera de pelo blanco que me vio con ganas de hablar. Le compré dos ensayos, los empecé esa noche, me aburrieron. Abrí el libro azul, leí mucho rato, llegué al momento en que Ortega y Quirós se conocen en un bar de Gran Vía. Supe a qué olía dentro de ese bar. Lo olí yo mismo.

La lectura de ese libro abrió la espita. Ese libro me llevó a otros tantos que legitimaban nuevas formas de sentir, horizontes más vivibles. Meses después, ya en verano, conté en casa que tenía novio y que me iba de vacaciones con él

Lo acabé en mi segunda tarde libre y empecé la relectura después del café. Ortega y Quirós no eran como los hombres que escondía en la ventana de incógnito. Ortega y Quirós eran organismos vivos, existían en el punto donde se encuentran realidad y deseo. Los hombres de los vídeos hablaban sin sonido, desconocía sus nombres, en el segundo diez posaban con ropa y en el minuto once, un clic después, ya habían acabado.

La lectura de ese libro abrió la espita. Ese libro me llevó a otros tantos que legitimaban nuevas formas de sentir, horizontes más vivibles. Meses después, ya en verano, conté en casa que tenía novio y que me iba de vacaciones con él. Al volver de Galicia, esperé a que se levantaran de siesta y les dije que se acabaron las oposiciones, que en septiembre empezaría a estudiar un Máster de Escritura Creativa. Fui valiente porque estaba enamorado. El amor hace que nos atrevamos a saltar la grieta. Organicé un club de lectura y hablamos de Lemebel, leímos a Gary Indiana y a Edmund White, dimos brío al concepto de lo queer con los ensayos de Paul B. El pensamiento dejó de ser algo asexuado, tecnicismos, preámbulos, un eunuco con toga. Acabó mutando. Las palabras importantes dejaron de ser usufructo, servidumbre, producto interior bruto. Elegí al servicio de qué poner mi inteligencia. Con las canciones de Rodrigo Cuevas, las uñas pintadas, un léxico distinto, los movimientos de muñeca en la discoteca del pueblo, los artículos en este periódico, el jersey amarillo de cuando mi abuela estaba soltera, con todo eso fui elaborando una nueva subjetividad.

A los diez años, me perdí una clase de conocimiento del medio. Nico hizo el experimento por mí. En el recreo, me dio un vaso de plástico y un garbanzo envuelto en algodón. A los veintiuno, el dueño de Semuret me regaló una novela-semilla. El libro azul era Los delitos insignificantes, de Álvaro Pombo. La primera novela que leí dos veces me la dieron en una librería a punto de echar el cierre. A veces, pienso que llegué a la literatura en el tiempo de descuento.

Suscríbete para seguir leyendo