La Arcadia de los Pimentel

El periplo del Caravaggio perdido y expoliado del Conde de Benavente

Crucifixión de San Andrés, obra de Caravaggio en el Museo de Cleveland

Crucifixión de San Andrés, obra de Caravaggio en el Museo de Cleveland

María Teresa del Estal López

María Teresa del Estal López

En 1499, el IV Conde de Benavente, don Rodrigo Alonso Pimentel otorga en su testamento: “Si acaso aconteciere que este convento Franciscano, que yo empecé, quedase imperfecto, y por acabar, porque me muera, mando a mis herederos y sucesores en mis Estados, sopena de mi maldición, y privación del derecho de primogenitura, que lo acaben, y perfeccionen con todos los requisitos necesarios a dicha fundación, para que así se cumpla en todo mis deseos”.

Cincuenta y cuatro años después de esta misiva y en esa misma localidad de Villalón de Campos, donde don Rodrigo había fundado el convento de Santa María de Jesús de la orden de franciscanos descalzos, nace y toma bautismo el VIII conde y V duque de Benavente, Juan Alfonso Pimentel Enríquez. Bastante más tarde y tras haber obtenido una nada desdeñable posición de privilegio en la corte de Felipe III, Juan Alfonso regresa a Villalón en 1589, donde adquiere este compromiso de su legado y emprende la tarea de refundar el convento de San Francisco, esta vez en la parroquia de San Andrés. Pero no será hasta 1603, año en que es nombrado virrey de Nápoles, cuando se produzca el ensalzamiento de su carrera política y su mayor gloria debido no solo a sus logros militares y estratégicos en una época convulsa, sino también a la oportunidad del conocimiento de las corrientes culturales y artísticas procedentes tanto de Roma como del norte de Italia. Allí, en los albores del barroco, el Pimentel comisionará entre otros muchos genios al desterrado, convulso e irreverente Michelangelo Merisi da Caravaggio.

Es entonces, en plena campaña de adoctrinamiento y reivindicación de la Contrarreforma, cuando los ecos iconográficos del Concilio de Trento, “docere” (enseñar) y “delectare” (conmover), se mostraban omnipresentes en todos los templos de Nápoles. Finalizado el mandato, el VIII Conde de Benavente regresa a la península, donde incrementa de manera considerable la riqueza artística de su casa, gracias al aprovechamiento de su estancia en la ciudad partenopea. Una de las joyas que le acompañan es la obra pictórica de “La Crucifixión de San Andrés” la cual se registra en el inventario de 1653 de la familia en el palacio de los Pimentel de Valladolid. Posteriormente en sucesivos documentos del linaje aparecen múltiples objetos devocionales procedentes de Italia, incluso pinturas de gran tamaño como es el caso de este lienzo, aunque más nada se especifica.

La obra pasó siglos desaparecida hasta que en febrero de 1973, el entonces director del Museo del Prado Xavier Salas, la menciona en una fotografía en los “Coloquios de Caravaggio” celebrados en Roma. Xalas confirma que este hallazgo procede de un convento vallisoletano no precisado. Y es, precisamente, en septiembre de este mismo año que el entonces propietario y marchante madrileño José Manuel Arnáiz, cede la obra para la exposición que organizaba el Ministerio de Cultura en los Alcázares de Sevilla. En la misma, y a pesar de las pruebas de los archivos y el excelente trazo y destreza de las pinceladas así como el dramatismo propio de la composición, pesaron las dudas y la incertidumbre por la iconografía representada, intitulándola “El Martirio de San Felipe”.

Expuesta en una muestra en Sevilla en 1973, ese mismo año fue vendido por un coleccionista privado al Museo de Cleveland, en Estados Unidos, donde permanece

El periplo concluye, desgraciadamente, en abril de 1973, cuando el Museo de Arte de Cleveland en Estados Unidos hace pública la adquisición de un Caravaggio procedente de España: “The Cruxifixion of Saint Andrew”. Previamente a esta operación la colección Arnáiz había pedido autorización por parte de la Junta y Exportación que asesoraba el Ministerio de Cultura, algo que efectivamente hizo, pues dicha Junta nunca le atribuyó la autoría al maestro milanés.

Aún hubo tiempo para más. El 15 de abril de 1896 varias maravillas de Goya, Tintoretto, Zurbarán, Rubens, Teniers, Van Dyck, Rizi, Mazo, Pantoja de la Cruz y de otros gloriosos fueron puestas a la venta “con gran concurrencia” en el palacio de Bellas Artes procedentes de la oficina de los obligacionistas de la Casa de Osuna, sita en Las Vistillas de San Francisco de Madrid. Maldito el mayorazgo, desmigajado el patrimonio y vendido al mejor postor.

Aún es posible poner luz a este final. Anhelaremos con ahínco, la consolable y quimérica ocasión, del regreso de algunos de estos tesoros, en las exposiciones temporales magistralmente comisionadas por El Museo del Prado. Esperaremos poder seguir teniendo conocimiento existencial de tantas perlas perdidas de la Arcadia de los Pimentel (como ésta aquí relatada). Y por último nos encomendaremos a hacer permanecer las enseñanzas en el recuerdo. Concluyo con las palabras de Lauro Anta Lorenzo, quien me mostró el valor de las fuentes documentales y su ensoñación para engarzar historias a través de la belleza y la realidad del lenguaje: reconocer que “el amor por el terruño y la memoria bien merece dejarse la piel por defender lo nuestro. mores que matan, sí, pero sin los cuales no podríamos entender nuestra propia existencia. Ríete joder que empiezas a ser escritora”.

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