Marchar, para (no) volver

Un manto de silencio ha cubierto en la cultura popular y en el imaginario colectivo la emigración a América de los siglos XIX y XX

Una chica con una maleta en una imagen de archivo.

Una chica con una maleta en una imagen de archivo. / Foto de Ali Karimiboroujeni

Manuel Mostaza

Manuel Mostaza

Si hay un fenómeno social que marcó el paso del siglo XIX al XX en Europa fue el de la emigración: en su momento álgido y durante varias décadas a principios de la pasada centuria, casi un millón de europeos abandonaba cada año el continente en dirección a un América que se dibujaba como una tierra de oportunidades para todos, sobre todo los Estados Unidos al norte y la Argentina al sur. España no fue ajena a esta realidad, claro: aunque el proceso migratorio en realidad era anterior y se desarrolló a lo largo de todo el siglo, se calcula que unos cinco millones de españoles emigraron a América a partir de 1825, cuando se pierden gran parte de los territorios ultramarinos de la monarquía. Para los españoles, Cuba y Argentina fueron durante décadas los destinos preferidos. El gran país sureño era un territorio en crecimiento que precisaba poblar el territorio con inmigrantes europeos, blancos y católicos, de manera perentoria: había que colonizar grandes extensiones del país para ocupar de manera efectiva el territorio. Argentina se perfiló en el imaginario colectivo de españoles e italianos como una nueva suerte de Eldorado, gracias a la propaganda del gobierno argentino y a la legislación favorable para los programas de colonización y de población en la extensa región pampeana -una pradera de más de un millón de quilómetros cuadrados-. La posibilidad de conseguir un ascenso social -si a los que se van les ha ido bien, darán señales de vida- en último término, y la de dejar de pasar hambre a corto plazo, marcó la voluntad de muchos aquellos que, desde lo que hoy es la provincia de Zamora, decidieron coger el camino al puerto de Vigo para hacer las américas.

En este escenario, se entiende mejor la cifra de zamoranos que abandonaron la provincia durante el siglo que transcurre desde los años setenta del siglo XIX y hasta el último tercio del pasado siglo XX. Tal y como el profesor Juan Andrés Blanco ha dejado escrito en varios sitios, en torno a 250.000 zamoranos abandonaron la provincia durante aquellos años, los previos a la gran emigración a Madrid y a Barcelona. Solo así se explica que una provincia que tenía más habitantes que la de Vizcaya o la de Valladolid en 1868, sea hoy en día uno de los epicentros de la España vacía.

Y, sin embargo, es curioso cómo un manto de silencio ha cubierto en la cultura popular y en el imaginario colectivo todos estos movimientos migratorios. La distancia es el olvido, y pocos zamoranos saben que tienen familia, más o menos lejana, en América, y menos aún mantienen contacto con ellos. De la misma manera, poca memoria queda de los que se fueron -muchos de ellos volvieron, pero esos relatos no han solido sobrevivir al paso del tiempo, porque la vuelta fue normalmente un fracaso: muy pocos volvieron ricos y, a los que les fue bien de verdad, se quedaron al otro lado del océano para siempre. Haga memoria, lector y pregúnteles a los suyos antes de que sea tarde y el tiempo borre los rescoldos de la memoria. Yo la hice en su momento y sigo aprendiendo cada día: en Santa Colomba de Sanabria, mi pueblo, varias casas abandonadas son identificadas aún hoy como de familias que “se fueron a Argentina”. Acabarán cayéndose ante el paso inclemente del tiempo y una desidia administrativa que no permite su rápida incorporación al mercado. Mis abuelos maternos, por el contrario, tuvieron familia en Argentina y los trataron durante años: si la tía materna de mi abuelo Manuel vivió su vida en Punta Alta y su único hijo vino una vez a España en 1929, toda la familia paterna de su mujer, mi abuela Encarnación, emigró a Argentina a principios de siglo. Era 1906 cuando varios hermanos decidieron irse a Parera, un territorio mítico en la Sanabria de la época, para no retornar ya nunca a su tierra natal. A Parera habían llegado pocos años antes los hermanos Francisco y Lorenzo Barrio, también naturales de San Juan de la Cuesta y su casa era, como recordaban los nietos de aquellos pioneros “una especie de consulado sanabrés” donde se alojaba a los recién llegados y se les ayudaba a instalarse. Durante décadas, el segundo domingo de junio se celebraba en Parera la fiesta de la Virgen del Rosario, como se hacía en San Juan de la Cuesta. Ese día, contaban los hijos de aquellos emigrantes, se hacía en varias casas del pueblo una comida especial para recordar la tierra que habían dejado atrás. Pienso mientras escribo estas letras en mi abuela, hija única que nunca conoció a sus primos paternos, aunque ahora hemos sabido -creo que ella no llegó a saberlo- que tuvo nada menos que veintidós primos carnales allí instalados, hijos de sus tíos emigrados.

Haga memoria, lector y pregúnteles a los suyos antes de que sea tarde y el tiempo borre los rescoldos de la memoria

El contacto lo hemos ido recuperando a cuentagotas, animados también por los servicios que presta el Centro de la Emigración que el profesor Juan Andrés Blanco puso en marcha en la UNED de Zamora. Ninguno de aquellos veintidós primos viajó nunca a la tierra de sus padres. Plenamente integrados en la sociedad argentina, sufrieron y gozaron con la vida de su nuevo país, un éxito en el proceso nacionalizador que se estudia en las universidades de todo el mundo: los hijos de labradores españoles e italianos se transformaban en pocos años en orgullosos miembros de la nación argentina.

Uno de aquellos primos de mi abuela era Ángel, hijo de Domingo Fernández, un Domingo que viajó con casi todos sus hermanos a Argentina con 18 años recién cumplidos. Uno de los hijos de Ángel, llamado Tomás, viajó este verano a Sanabria, pero esa es otra historia, y ya se contó en este periódico hace pocas semanas…

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