Desde los Tres Árboles

La arquitectura rural y el barro

Las aldeas en las que crecieron y procrearon nuestros abuelos están hechas con la generosa tierra de barreros y fangales

Los adobes ya preparados.

Los adobes ya preparados. / MIGUEL ANGEL CASQUERO. REPRODUCCION

Eduardo Ríos

Eduardo Ríos

Me gusta la memoria visual de las edificaciones. De todas, aunque a decir verdad, no tanto la de aquellos fantásticos monumentos con profusión de formas y volúmenes como la de esas modestas obras fruto de la necesidad más imperiosa.

No sabría decir a qué obedece tan peculiar singularidad, pero intuyo que comenzó a fraguarse en los lejanos veranos de la infancia. Aquella atracción primera, consecuencia, sin duda, de la cercanía, poco a poco se fue afianzando y a lo largo de los años acabó derivando en una mezcla de devoción, fascinación y estima. Quizás suene raro, pero así es por extraño que parezca.

Y es que, esa arquitectura virginal y primigenia que utiliza los materiales más cercanos por la imposibilidad de acceder a otros tiene un no sé qué mágico que se transmite de generación en generación con la naturalidad con que se suceden las estaciones o con la misma con que germina el grano. Quizás sea ésta la razón de tal magnetismo. O puede que no, ¡ quién sabe! En cualquier caso, lo cierto es que este tipo de arquitectura me fascina.

Actualmente este tipo de construcción ha desaparecido. Cumplida su función, la erosión y la lluvia devuelven las humildes obras al lugar del que salieron

Hablo de esa forma de construcción que recurre a la naturaleza para abastecerse y que viene a ser una prolongación de los surcos y rastrojeras de los que surge. De hecho, sus pilastras, muros y cubiertas se ofrecen como un libro abierto en el que estuviera escrita la realidad del entorno inmediato. Se trata de una forma de edificación a partir de los recursos locales sin otra pretensión que la efectividad. Sencilla, familiar y austera.

Nací en las estribaciones de La Culebra. Llego de un pueblo levantado con el barro y la piedra de montes esculpidos por vientos y aguaceros milenarios y, tal vez por ello, me gusta recordar la elemental estética de sus construcciones, esa belleza sobria de adobes y tapiales que sólo los lugareños consiguen. Es un saber, el suyo, que ni conoce universidades ni sabe de academias. En sus manos las piedras encajan sabiamente y para levantar alzados no necesitan escuelas. Lo aprendieron de sus mayores.

El oficio del que hacen gala estos constructores anónimos tiene que ver con la llamada arquitectura del barro. Llegó al mismo tiempo que la rueda y el arado y nació antes que apareciesen los imperios, mucho antes de que al hombre le diera por imponer sus dioses o acumular riquezas. Exactamente cuando se cansó de ir de un lado a otro buscando pastos para sus rebaños y decidió asentarse definitivamente y labrar la tierra. Desde entonces las aldeas en las que crecieron y procrearon nuestros abuelos están hechas con la generosa tierra de barreros y fangales. También, los palacios. Y los templos.

Actualmente este tipo de construcción ha desaparecido. Cumplida su función, la erosión y la lluvia devuelven las humildes obras al lugar del que salieron. Es el final de un ciclo, pero en tanto se deshacen definitivamente nos recuerdan un arte que ya existía en el albor de las civilizaciones y que, por encima de cualquier otra consideración, se caracterizó por un exquisito respeto al entorno natural.

Aún hoy, a poco que uno se mueva por cualquiera de nuestras comarcas podrá encontrarse con los últimos restos de aquel pasado reciente. Mimetizados con el paisaje. Sobresaliendo a duras penas entre las encinas o robles tras doblar cualquier recodo. Testigos mudos de un tiempo.

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