La ilusión de la Navidad

Nada merece la pena si no se comparte, ni siquiera el dolor

Cabalgata de los Reyes Magos

Cabalgata de los Reyes Magos / Alberto Ortega

Luis M. Esteban

Luis M. Esteban

Estoy convencido de que hasta el Grinch, ese personajillo que odia la Navidad, vamos, en castellano, el toca pelotas que todos conocemos, no puede sustraerse a la magia de estos días. Es más, justo porque estos días tienen un halo distinto a los del resto del año, una especie no sé qué que queda balbuciendo, como escribió San Juan de la Cruz, es por lo que existe este personaje verdoso, con cara de enfurruñado y mala leche, lo cual confirma que estamos en días especiales y por eso tienen hasta un odiador oficial, que nos es asunto baladí. Porque a ver quién lo tiene, por ejemplo, la última semana de cualquier otro mes. Así que algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Y es que los días navideños tienen su cosa y tanta que envuelve a los creyentes, los no creyentes y hasta los descreídos. Para los creyentes, inmersos en la fe cristiana, son días de adviento, del nacimiento de Jesús de Nazaret, el hijo de Dios, que, ojito, no es poca cosa, máxime cuando es el único dios verdadero, ahí lo dejo. Pero es que para los no creyentes y descreídos tampoco son días como los demás. Ni siquiera como los de Semana Santa, que también tienen lo suyo con la muerte y resurrección de Jesús. Pero estos son otra cosa. Porque, creyentes o no, ni en Semana Santa ni en verano los días tienen más connotación que la fe, en los primeros, y el descanso y las vacaciones en los dos, solo eso.

Pero estos días navideños son distintos. Muy distintos. Y tanto que me recuerdan a ese momento en el que nos cruzamos con un gato negro. Aquí nadie es supersticioso, pero cuando en nuestro camino aparece un gato negro pocos son los que no dicen: “uy, un gato negro”, cuando ni siquiera se hubiese aludido al felino si fuese de otro color. Pues lo mismo pasa en Navidad. Que hasta para los que no es nada, sin embargo, también es Navidad, aunque solo sea para evitar pensar y comportarse como si fuese Navidad.

Con fe, sin ella y hasta contra ella, en estos días navideños nos descubrimos deseando felicidad a propios y extraños, que la paz reine en el mundo y las guerras desaparezcan, que la justicia sea justa, que no es asunto fácil

Con fe, sin ella y hasta contra ella, en estos días navideños nos descubrimos deseando felicidad a propios y extraños, que la paz reine en el mundo y las guerras desaparezcan, que la justicia sea justa, que no es asunto fácil, y más la social, y que nadie se sienta desamparado, que los solos nos sintamos acompañados y los acompañados no añoren estar más solos que la una, que sería mucho mejor por aquello de que el buey suelto bien se lame. Y así deseamos felices noches, días y hasta años a quienes queremos e incluso a quienes coinciden con nosotros en la fila de la caja del supermercado y que en cualquier otro momento lo mismo ni los buenos días les diríamos, o se los diríamos a regañadientes como al vecino que nos cruzamos en el ascensor y nos obliga a mirar el destello de los números de los pisos a ver si llegamos pronto a la salida. Pero ahora es Navidad. Así que hemorragia de felicidad, alegría y solidaridad a destajo y sin discriminación. Y hasta nos acordamos de los ausentes como si otros días cualesquiera no fueran igual de ausentes y hasta eternamente ausentes, porque se nos murieron en nuestro recuerdo, que es la muerte definitiva.

Con todo, estos días de fe y también de hipocresía jabonada de mazapán tienen una magia que va más allá de los Reyes Magos. Porque estos días de tanto buen deseo lo son también de esperanza, de cierre de un año y ajustar cuentas al pasado y lo pasado, y ajustárnoslas, que estas cuentas con nosotros mismos nunca son sencillas ni agradables; de promesas y juramentos para el próximo año y de ilusiones renovadas para compartir con quienes nos acompañan, o con quienes soñamos que nos acompañen, porque el camino puede ser largo, incluso más de lo que pudiésemos imaginar y hasta desear, y sin el abrigo de unos brazos sospechamos, y sabemos, que será muy frío. Soñamos, nos ponemos nostálgicos por lo perdido, o expectantes por lo venir, que siempre habrá de ser mejor que lo ya venido; y dichosos por lo que tenemos y deseosos en compartirlo, que nada merece la pena si no se comparte, ni siquiera el dolor.

Y esperamos como niños recién nacidos que los Magos nos pongan a nuestros pies oro, incienso y mirra sin saber, o sí, que en realidad nos basta con el abrazo amigo, un beso envuelto en pasión, o el susurro de un estoy contigo dibujado en los labios para sentirnos arropados por la magia y más divinamente que un mismísimo dios divino, que no parece tanto, pero que vale más que todo el oro, incienso y mirra.

Claro que para recibir estas ofrendas, incluso para ser capaces de soñarlas e incluso de merecerlas no basta con bracear y balbucear, ni siquiera en un pesebre por muy de Belén que sea, sino que hace falta valor para conseguirlas y, sobre todo, para ser capaces de verlas cuando están tan cerca de nosotros que solo habría que extender la mano.

“Ayer se fue; mañana no ha llegado;/ hoy se está yendo sin parar un punto”, escribió Francisco de Quevedo. Y justo es en ese sin parar un punto, en este tempus fugit tan del Barroco donde está la magia de creerse a uno mismo capaz de hacer realidad nuestras ilusiones, de regalarnos lo mejor y de ver lo que mejor nos ofrecen quienes nos rodean, más allá de que Melchor, Gaspar y Baltasar nos echen una mano, que nunca por mucho pan es mal año, aunque quizás no fuesen ni tres, ni reyes, ni magos, ni siquiera de Oriente. Pero este es otro asunto.

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