El cumpleaños de la tía Benilde

Tan peculiar era su personalidad, que aquel año, en el que yo vine al mundo, decidió que, a partir de entonces, no solo iba a dejar de sumar años a su existencia, sino que iba a restarlos

Recreación de la preparación de la lana

Recreación de la preparación de la lana / unknown

Agustín Ferrero

Agustín Ferrero

El año que yo nací, ella acababa de cumplir cuarenta años. Casada con un hermano de mi madre, por aquel entonces no se había decidido a tener descendencia. La tía Benilde era una mujer sumamente atractiva que solía estar al corriente de los últimos vaivenes de la moda, así como de los principales avatares de la sociedad en la que vivía. A diferencia de otras mujeres de su época no le gustaban nada las faenas de la casa, de manera que procuraba escaparse de los distintos quehaceres, yendo al cine o acudiendo a tertulias sobre variopintos temas. Aun no habiendo pasado por la universidad, disponía de una vasta cultura adquirida a lo largo de sus viajes y de los muchos libros que leía. De manera que podía decirse de ella que era una mujer ilustrada.

A su gran poder de seducción se unía una personalidad arrolladora que le facilitaba, en mucho, manejar bien sus emociones. Tan peculiar era su personalidad, que aquel año, en el que yo vine al mundo, decidió que, a partir de entonces, no solo iba a dejar de sumar años a su existencia, sino que iba a restarlos, regla que siguió a rajatabla no sé cuántos años de su existencia. De manera que cuando yo llegué a cumplir los diez años, ella andaba por los treinta.

Pero lo de cumplir años en sentido inverso, o sea, restándolos de los ya vividos, no solo era un convencionalismo inventado por ella, sino que iba parejo con su aspecto físico, que iba adaptándose como un guante a la edad que decía tener. Quien no la conociera nunca podría pensar que no tenía la edad que ella decía.

A diferencia de otras mujeres de su época no le gustaban nada las faenas de la casa, de manera que procuraba escaparse de los distintos quehaceres, yendo al cine o acudiendo a tertulias sobre variopintos temas

En plena adolescencia me invitó a vivir unos días en su casa. Por entonces yo tenía quince años y ella veinticinco (Hay que tener en cuenta que, en mi caso, los años que iban transcurriendo se sumaban a los anteriores y en el suyo se iban restando). Fueron unos días inolvidables, pues a la revuelta hormonal que yo tenía encima se unía la suerte de ir a todas partes con una chica joven que llamaba la atención por donde quiera que pasara. Pero aquello pasó tan rápido como las aguas del Duero rebasando las azudas que cruzan el rio a su paso por Zamora.

Tiempo después, supe que aquello, más que una invitación convencional, había sido una despedida, dado que había decidido separarse de su marido y cambiar de vida. Como entonces no existía el divorcio, cogió la maleta y desapareció de la ciudad sin que nadie conociera su destino. Yo regresé a casa de mis padres y me sumergí en los recuerdos.

A partir de aquel momento no he vuelto a saber nada de ella, pues la familia hacía como si no supiera nada de lo que había acontecido, ya que eso de separarse no estaba muy bien visto en aquella sociedad puritana.

Fueron pasando los años y un día, durante el permiso semanal que nos daban en el Campamento de Monte la Reina, fui a dar una vuelta al “Samoa”, encontrándome de frente con una chica, más o menos, de mí misma edad, cuya mirada se clavó en mí con una fuerza tan potente como retadora. En esa fase de mi vida yo acababa de cumplir los veinte, y aun me faltaban un par de años para completar mis estudios, de manera que no tenía proyectos concretos sobre cómo iba a organizar mi vida. De manera que me dejé llevar por las sensaciones propias del momento, que no eran pocas, ni faltas de emoción y deseo.

Aquella relación duró lo que aquel intenso verano, en el que ambos esperábamos con emoción la llegada de cada fin de semana para poder seguir viéndonos. Bien fuera, por una cosa o por otra, lo cierto es que no llegamos nunca a sincerarnos sobre quienes éramos, ni qué esperábamos el uno del otro.

Uno de aquellos días, hizo un determinado gesto que me hizo recordar a la tía Benilde, que en aquellos momentos debería haber cumplido también veinte años, según su particular calendario. Mi corazón se aceleró con unos latidos desacompasados, propios del desasosiego y la incertidumbre. No me atreví a preguntarle quien era, ni de donde había venido, ni cuáles eran sus circunstancias.

Hace muchos años que aconteció aquella historia, y siempre me ha asaltado la duda de si aquella joven del “Samoa” era realmente mi tía Benilde. Y me he arrepentido de no haber continuado aquella relación para haber salido de dudas. Pero no me atreví a hacerlo. También he pensado, que de haber sido así, en pocos años ella habría sido una tierna adolescente y yo un hombre hecho y derecho. Aunque, dándole vueltas a la incertidumbre, también habría sido posible que ella hubiera fijado un tope a sus cumpleaños inversos, del que nunca pasaría. Y rizando el rizo, quizás lo habría fijado en los veinte, precisamente coincidiendo con aquel encuentro.

Lo que siempre he sabido es que Benilde es un nombre de mujer, derivado del latín, que significa “valiente en la batalla”.

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