Los telares de Cris

Mi padre está por encima del mar

Los afectos se revelan como el último asidero innegociable en este sistema absurdo que nos quiere solos y rendidos

Una mujer hace deporte junto al mar.

Una mujer hace deporte junto al mar. / JOAN CORTADELLAS

Cristina García Casado

Cristina García Casado

Cuando vivía fuera me pasaba los días respondiendo qué hacía ahí y ahora que he vuelto, y volví hace dos años, no me dejan de preguntar por qué estoy aquí. Quizás lo más raro de ser de Zamora es tener que justificar eso. Yo no le pregunto a la gente de Barcelona, por ejemplo, y lo pienso, ¿cómo no te has movido nunca de ahí? Pero ellos y otros sí se atreven a cuestionar que de verdad quieras estar en la tierra donde te nacieron.

La última vez que tuve que sacar mi argumentario fue el jueves. “¿Por qué has vuelto?”, me dijo una amiga que estoy haciendo. “Por mi familia”, dije y sentí que no habría por qué decir nada más. Pero no sé ser de pocas palabras, así que seguí: “Porque no quería perderme más tiempo de sus vidas”. Podría dar más razones, pero la verdad es que lo único que tiene Zamora que no tiene ningún otro lugar del mundo es mi familia, un sitio incondicional en la mesa, algunas habitaciones absolutamente propias. Es decir, todo lo que importa.

Hace una semana hablaba de esto con un amigo de Benavente, en medio del tráfico de Madrid, y de nuevo jugamos al dónde vivirías. Siempre decimos lo mismo: Málaga, Tenerife. Anhelo de mar con buen tiempo eterno. “Pero mi padre está por encima del mar”, me escuché decir. Ni siquiera el mar, que me pone en un espíritu que para mí querría a diario, es una razón suficiente. Ojalá no tener que elegir, pero qué suerte poder hacerlo.

Lo que más echo en falta en Zamora está en el terreno de lo factible: más gente suelta por aquí con la que preguntarnos de dónde vienes, qué haces aquí, ¿tomamos otra?

Yo no idealizo la familia biológica, que puede ser refugio o condena y esa carta sí que no la escogemos. Valoro la que me tocó en suerte y construyo con todo mi empeño la que desciende de mí. En un mundo absurdo donde nos arrebatan lo que ya teníamos para darle una capa de marketing y hacernos pagar por ello, los afectos se revelan como el último asidero innegociable. Nos queda cuidarnos y nos queda, desde ese sostén, imaginar juntos otros futuros posibles. Es más fácil dejar que tu mente eche a volar si puedes despreocuparte un rato de una eventual caída. El sistema quiere que no podamos hacerlo: que vivamos, obedientes y atrapados, en la más estricta supervivencia.

Lo mejor que puedo decir de Zamora es que es el lugar donde me siento más libre para explorar otras maneras de crear, de ser madre, de existir. Yo no necesito veinte cines, necesito uno al que poder no faltar cada miércoles con mi hijo. Ese uno, eso sí, no lo podemos perder y no se mantiene del aire: anímense estos días festivos o cualquier lunes plomizo a disfrutar del ritual hermoso de pasear, oler a palomitas, ausentarse de todo durante hora y media que ninguna plataforma ni televisión carísima puede ofrecer.

Me encantaría que Zamora tuviera mar pero soy una persona bastante realista ante lo imposible. Asumo que el mar quizás sea siempre en mi vida una felicidad puntual y, quizás por eso, más poderosa. Lo que más echo en falta en Zamora está en el terreno de lo factible: más gente suelta por aquí con la que preguntarnos de dónde vienes, qué haces aquí, ¿tomamos otra? La dinámica de la ciudad quizás lo pone difícil, pero confío en la posibilidad de que nos encontremos.

Suscríbete para seguir leyendo