La Opinión de Zamora

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Gerardo González

Elogio de la lumbre

Al amor de la chimenea se narraban también historias con moraleja edificante

Lumbre en una casa CHANY SEBASTIAN

La crisis energética está revalorizando el uso de la lumbre, la chimenea y el brasero, tres métodos para combatir tradicionalmente el frío en los crudos inviernos zamoranos, coronados por chupiteles, pinganillos o perendengues, que colgaban como cuchillos afilados de los tejados, cuando “en las noches heladas cicatrizan todos los charcos”, como describió Ramón Gómez de la Serna en una bella greguería.

La lumbre, la camilla con faldas y brasero y el escaño eran antaño tres elementos fundamentales en una cocina tradicional de pueblo. Frente a la lumbre había por lo general dos alcobas que acogían por la noche el calor de los últimos rescoldos. En las camas no había edredones nórdicos, sino unos cobertores de lana o mantas palentinas, pesadas pero reconfortantes para calentar unos cuerpos sin más pijama que los calzoncillos y una camiseta, en el mejor de los casos.

La cuadra de las caballerías para las labores agrícolas solía estar junto a la cocina y contribuía a preservar la calidez de la casa. Era también el retrete en invierno durante el día; en el verano se hacían las necesidades en el muladar del corral. Durante la noche se usaba el orinal. Fueron tiempos recios, atemperados también por unas casas construidas con tapial de 80 centímetros de espesor y con adobes.

No olvidarán ni el calor del brasero ni el restallar de los sarmientos, ni las fugaces morceñas que saltaban como metáforas de una vida efímera

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Cuando en 2008 me quedé con la casa familiar en la que nací en Pajares de la Lampreana tuve que acometer algunas reformas necesarias, entre ellas el cambio de unas puertas destartaladas y ventanas combadas, la reconversión de la cuadra del burro en una nueva cocina, el cambio de la instalación eléctrica, la elevación del sobrao, tan bajo que había que entrar agachado, etc. Alguien me aconsejó que eliminara las alcobas para hacer un salón en la vieja cocina. No le hice caso, porque deseaba mantener tanto la lumbre, primero baja y después con morillos y el indefectible pote, como la mesa camilla con el brasero y el escaño. Fue un gran acierto.

En las últimas décadas en Pajares ha descendido vertiginosamente la población (en 1940 había 1.339 habitantes y hoy apenas ronda los 300), como en la inmensa mayoría de los pueblos zamoranos. Valga como ejemplo que en 1943 nacimos en Pajares 38 niños y niñas. Sin embargo, se han rehabilitado muchas casas y se han construido decenas de otras nuevas de ladrillo y calefacción de gasóleo. La mayoría se ha convertido, de hecho, en segunda vivienda para personas de padres o de abuelos pajareses que trabajamos y vivimos habitualmente en Asturias, País Vasco o Madrid. Son casas calcadas de pisos capitalinos, confortables para el verano, pero poco prácticas y menos rentables para el invierno.

Es probable que estas nuevas casas tengan que usar edredones nórdicos y que los abuelos añoren la lumbre baja o la chimenea con cálidas alcobas pequeñas, como antaño. No podrán oler el penetrante “perfume” de la cuadra, que evoca con nostalgia el sociólogo zamorano Amando de Miguel en su libro “Cuando éramos niños” al recordar sus primeros años vividos en su pueblo natal de Pereruela de Sayago, pero no olvidarán ni el calor del brasero ni el restallar de los sarmientos, ni las fugaces morceñas que saltaban como metáforas de una vida efímera. Porque al amor de la lumbre se narraban también historias con moraleja edificante.

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