La Opinión de Zamora

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Julio Fernández Peláez

El mundo, una frontera

Desde el egoísmo va a ser imposible erradicar los auténticos focos de los problemas

Girasol en un terreno desértico PEDRO ARMESTRE PARA GREENPEACE

Desde hace bastantes años ya, la emigración se ve como un problema en este lado del mundo al tiempo que en el otro se mira como se mira la luz al fondo del túnel, a sabiendas de que en ese túnel es fácil perder la vida.

A medida que el problema se agranda, siempre desde la perspectiva de la fortuna, las fronteras se ensanchan hasta el punto de tragarse todos los territorios. La frontera, de hecho, comienza en el mismo momento del nacimiento, si allí donde naces hay una guerra, y termina cuando después de realizados todos los esfuerzos y superadas todas las trabas, se consigue acceder a los derechos básicos. Y cuando hablamos de guerra no solo nos referimos a una extensa lista de países donde la normalidad tiene nombre de conflicto armado, sino también a todos esos otros mundos de la trastienda del planeta donde la explotación humana, el hambre o la falta de libertades fabrican realidades bélicas silentes que matan de igual manera o incluso en mayor proporción que allí donde estallan las bombas todos los días. Indígenas en Brasil, mujeres y niñas en Irán, Afganistán y Arabia Saudí, o palestinos en Palestina, son solo algunos de los ejemplos que demuestran que en muchas partes del planeta hay motivos suficientes para huir y para atravesar esa enorme frontera espacio temporal que podríamos llamar también realidad pues es la realidad que percibimos una topografía multidimensional caracterizada precisamente por los accidentes, por las barreras que constituyen las fronteras.

El caos climático en el que hemos entrado ha extendido la idea de frontera, además, a todas las especies del planeta. A medida que la mancha de la destrucción se expande

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Vivimos, en consecuencia, en el interior de la frontera, pues la frontera no es donde acaba algo para empezar otro algo, sino todo aquello que determina el tránsito, el camino hasta llegar. Vivimos en una frontera porque incluso en las mejores de las condiciones vitales siempre estamos expuestos a ser excluidos, por edad, por ideología o simplemente por no tener suficiente dinero en nuestra cuenta. Pero sobre todo, vivimos en la frontera porque en el interior de la sociedad que se ha levantado a nuestro alrededor hay seres que sufren la existencia de fronteras físicas, burocráticas o simplemente xenófobas. Aunque nos sintamos con tanta fortuna como para creer que nuestra vida es la mejor posible, lo cierto es que a nada que extendamos la vista veremos africanos que son asesinados en la valla de Melilla, inmigrantes que son prostituidas a la fuerza en las casas del terror de los polígonos industriales, jornaleros sin papeles que hacen posible que los supermercados estén a rebosar de frutas y hortalizas, adolescentes abandonados en centros de internamiento para extranjeros, o cuidadoras que soportan abusos a pesar de ser piezas claves en la maquinaria productiva de un capitalismo que desecha las piezas envejecidas. Ellas y ellos viven la frontera porque es la frontera su única esperanza de vida: al superar una, solo esperan encontrarse con otra, más habitable, puede ser, pero también frontera.

El caos climático en el que hemos entrado ha extendido la idea de frontera, además, a todas las especies del planeta. A medida que la mancha de la destrucción se expande, muchos animales intentarán la emigración a hábitats semejantes a aquellos donde vivían, y muchos otros confiarán en la inverosímil adaptación dentro de la frontera climática, ese tiempo que abarca la transición de una selva a un palmeral, un vergel a un desierto, un casquete polar a un desaparecido lugar en el mapamundi. Malos augurios para los bosques, pero también para la agricultura, esa actividad que hizo posible el desarrollo de las civilizaciones y que ahora está en serio peligro en amplísimas áreas del planeta.

La vida da muchas vueltas, dice un refrán popular. Y es imposible saber hasta qué punto los cambios forzarán a generaciones futuras a buscar lugares más habitables. Por otras causas, más naturales y menos antropogénicas, estas migraciones ya tuvieron lugar en otras épocas y son parte del devenir del propio planeta. Es por consiguiente ridículo ver la emigración como un problema, el problema no está ahí, sino en lo que origina la voluntad de emigrar: las guerras, el clima, la falta de recursos, la persecución política, etc.

Vivimos en la frontera y no saber verlo solo nos puede llevar a asumir el totalitarismo como única solución a las amenazas que percibimos. Desde el egoísmo es sencillo aupar a quienes prometen protegernos frente a los que necesitan de nuestra ayuda. Desde el egoísmo va a ser imposible erradicar los auténticos focos de los problemas, o al menos luchar para frenar sus consecuencias, sin que en esa labor perdamos la humanidad por el camino, o en una vulgar frontera.

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