La Opinión de Zamora

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Agustín Ferrero

De cuando uno se convierte en invisible

El tiempo parece haber preservado mejor el aspecto de los deportistas y los artistas que el del resto de los mortales

Un grupo de jóvenes camina por Santa Clara. | Jose Luis Fernández

De un tiempo a esta parte, en determinados momentos, me vuelvo invisible. No me veo, ni me siento como antes. Me da la impresión que no solo soy invisible para mí, sino también para el resto de la gente. Porque no noto el peso de sus miradas sobre mi figura cuando me cruzo con alguien. De hecho, no me encuentro en el espejo cuando lo miro de soslayo mientras me atuso el cabello. En realidad, no sé cómo soy, porque me veo como me dictan los recuerdos. Como una mínima historia, con más o menos anécdotas. Al menos eso es lo que yo percibo.

El otro día, paseando por “Santa Clara”, me crucé con gente conocida, dándose la circunstancia de que, tanto ellos como yo, no debíamos tener demasiada prisa. Así que, primero uno, después otro, y así unos cuantos más, tuve la ocasión de observarlos cuando se detenían, e incluso escuchar algunas de sus palabras, fruto de la charleta que mantenían con otras personas.

Todos ellos, en mayor o menor medida, peinaban canas, y sus miradas no conservaban la fuerza que tuvieran antaño, cuando ocupaban puestos de relevancia en la ciudad y la gente presumía de haberles saludado en determinado acto. No vi al que fuera alcalde enfundado en un smoking presidiendo la procesión del “Santo Entierro” en Semana Santa, sino a un paisano corriente y moliente gozando de la libertad que da deslizarse por la senda de la jubilación. Ni a un exsenador presionando en Madrid el botón de la votación, intentando no confundirse, sino al marido que se acerca al mercado con el carro de la compra. Ni al admirado poeta alumbrando poderosos versos salidos del corazón, sino creando meditados poemas fruto de sus experiencias. Tampoco vi a aquel médico que acojonaba nada más entrar en su consulta, sino a un hombre afable, más próximo a la comprensión que a cualquier otra cosa. Aquel jugador de fútbol, que destacara en el “Zamora C.F”, sorprendentemente no había perdido la mirada de pícaro que engañaba a los jugadores contrarios, mientras corría la línea como una exhalación. Tampoco había perdido frescura aquel inspirado pintor que antes, después y ahora, ha recogido con primor infinidad de estampas zamoranas.

Aquellas imágenes con las que antes nos enfrentábamos en el espejo, en las que colocábamos el pelo de determinada manera, y ya de paso, nos recortábamos la barba, ya no las percibimos con la misma complacencia

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Será casualidad o no, pero el caso es que el tiempo parece haber preservado mejor el aspecto de los deportistas y los artistas que el del resto de los mortales. En cualquier caso, el tiempo ha pasado para algunos, incluso ha volado para otros, y la gente se ha ido transformando. Porque el presente es el que es, ese al que se ha llegado fruto de la evolución y la experiencia. Y aquellas imágenes con las que antes nos enfrentábamos en el espejo, en las que colocábamos el pelo de determinada manera, y ya de paso, nos recortábamos la barba, ya no las percibimos con la misma complacencia e ilusión que entonces, sino con un exagerado análisis crítico. Incluso juzgando con demasiada severidad determinadas decisiones que, sin duda, a día de hoy las hubiéramos tomado de otra manera.

Pero cuando yo no veo mi figura reflejada en el espejo evito pasar por ello. Es una de las ventajas de ser invisible de vez en cuando, como también la de aprovechar la invisibilidad para observar, sin ser visto, a gente que has conocido en el pasado, aunque no la veas con el aspecto que tenían hace unos cuantos años, o, mejor dicho, hace una pila de años. Los observo sin que ellos puedan darse cuenta, porque creo que son de los que no creen en la invisibilidad de las personas, como tampoco en la existencia de la Atlántida, aunque la nombrara Platón en sus escritos.

Pero dándole vueltas a esta nueva situación por la que estoy pasando, he caído en la cuenta de que ellos pueden estar fingiendo, y en realidad también se estén sintiendo invisibles. De ser así, es posible que me estén viendo de manera distinta a como me veo yo, y no quieran decírmelo. Así que, en cuanto me los encuentre otra vez, no perderé tiempo en hacerles ver que no son invisibles, ya que he visto recientemente sus formas y figuras, pudiendo afirmar, sin temor a equivocarme, que son ciudadanos de carne y hueso. Más que nada porque los he visto paseando por “Santa Clara”.

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