"Después de haberme llamado ‘angloaburrido’ y de acusarme de que mis novelas parecen traducidas del inglés, espero no convertirme en el escritor español contemporáneo más representativo". Tal vez Javier Marías no me hablaba completamente en serio, aunque siempre hablaba demasiado en serio, pero su último deseo con arponazo a Umbral incluido también ha sido violado.

Marías es ahora mismo, porque la Literatura siempre habita el presente y no discierne la muerte de sus practicantes, el escritor más importante de España por su consideración internacional. ‘The New Yorker’ lo sintetizó en un cóctel de "sofisticación y accesibilidad". Y sobre todo, aunque el cerrilismo y carrilismo de la crítica literaria impedían discernirlo, porque cada libro de Javier Marías era mejor que los anteriores. Sus dos títulos con nombre propio de remate, ‘Berta Isla’ y ‘Tomas Nevinson’, poseen la vitola de un Nobel en la senda visitada tardíamente por Saul Bellow o Coetzee. O Philip Roth, entre los no galardonados por los suecos. Por desgracia, el mérito creciente y ahora interrumpido de Marías se desvirtúa en un mercado literario equivalente al tráfico de patatas, donde cada nuevo producto es por definición el mayor artefacto artístico desde la creación de la humanidad.

Marías era una persona difícil y arisca. Pertenece a la estirpe de los cada vez más escasos humanos que se resisten a la dictadura emocional, a fin de preservar sus propias ideas o manías. Rechazó el premio Nacional de Narrativa, reconoció que no había leído todos los libros de su padre Julián Marías, sentenció que "cuando Rajoy habla, dan ganas de ingresarlo en un psiquiátrico".

Los países no se merecen pensadores a contrapié de la calidad de Marías.

Era incómodo para sus entrevistadores, para sus seguidores entusiastas, para los medios que le cobijaban. Restauraba la responsabilidad de los intelectuales, frente a la traición indiscriminada del gremio bajo el refugio de cobardías sentimentaloides.

En medio del éxtasis por la memoria histórica de sus abuelos de un país que dejó morir a sus padres de covid a solas y que no visita sus cementerios, Marías planteaba el derecho al olvido histórico, a no saber dónde se encontraba enterrado su propio tío. Muere un disidente ahora eterno, a falta de traducir el ‘contrarian’ o contrariador que autoriza su amado idioma inglés.