La Opinión de Zamora

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José Manuel del Barrio

Siete días y un deseo

José Manuel del Barrio

Experimento social

“Sólo puedes sentir lo que sienten otras personas cuando haces lo que ellas hacen”

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David soñaba con realizar un experimento social. Había oído que los científicos hacían experimentos en los laboratorios (por ejemplo, con ratones o insectos) y que los científicos sociales hacían otro tanto, aunque con personas de carne y hueso y en lugares o ámbitos de la vida cotidiana: un aula, una calle, un barco, un centro comercial, etc. Cualquier espacio podía utilizarse para conocer a los seres humanos con quienes se convive a diario. Y como David no tiene un pelo de tonto y es muy atrevido, durante estas vacaciones decidió hacer el primer experimento de su vida. Me lo contó el viernes y no daba crédito: mientras estaba caminando por una calle de una conocidísima ciudad francesa, que no es París, y esperaba a que sus acompañantes salieran de la enésima tienda que habían visitado en apenas un par de horas, él decidió sentarse en un escalón de acceso a una casa, aparentemente sin mucho trasiego, y, ni corto ni perezoso, puso su gorra negra en la acera para ver si la gente picaba y, de ese modo, obtenía algún euro.

Cuando me relató tan atrevida iniciativa, mis preguntas iban en una sola dirección: “¿Qué buscabas, querido David, allí expuesto, antes los miles de personas que pasaron por el principal bulevar de la ciudad que estabas visitando con tu familia? ¿Qué viste, qué sentiste y, sobre todo, qué lecciones y aprendizajes puedes compartir con quien conozca tu experimento social?”. David fue capaz de hacer lo que había pasado por su cabeza desde hacía muchísimo tiempo porque se encontraba en un lugar desconocido, por donde caminaban más de 150 personas por minuto, todas muy diversas. Durante la media hora que estuvo allí, sentado en el escalón de la puerta y con la gorra tirada en la acera, pasaron cerca de 5000 viandantes. Una pasada, insistía. Y él quería saber si alguien lo miraría, si alguien le prestaría atención, si alguien le ayudaría de algún modo, si alguien le tiraría alguna moneda, etcétera. Para que todo fuera un poco más creíble, David sacó una hoja y escribió (en francés): “Solo necesito para un bocadillo. Gracias”.

¿Y qué sucedió? Que consiguió lo justo para un bocadillo, una cerveza y un café. Pero sobre todo sirvió para ponerse en la piel de quienes no tienen más remedio que colocarse en la acera de cualquier ciudad a pedir una limosna. Durante los treinta minutos que duró el experimento, David se moría de vergüenza. Aguantó porque quería demostrarse a sí mismo que era un puto afortunado de la vida y que no tenía derecho a quejarse tanto como se quejaba habitualmente. Cuando llegaron la mujer y los hijos, no daban crédito. “¿Pero qué estás haciendo, papá? Estás como una regadera”, fueron las flores de su hija de quince años. “¿Y si alguien te hubiera hecho algo? De verdad, sabía que eres muy creativo, pero no hasta este punto”, le soltó su mujer. David apenas acertó a enhebrar veinticinco palabras: “Sólo puedes sentir lo que sienten otras personas cuando haces lo que ellas hacen. Y muchas solo pueden exponerse en la calle para salir adelante”. Los rostros de los familiares cambiaron. Y el resto, que fue mucho más, queda conmigo.

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