La Opinión de Zamora

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Bárbara Palmero

Deja ir a mi pueblo

En cualquier tren el principio de autoridad lo ostenta el maquinista y no un agente de policía o el presidente de la cofradía de pescadores de Barbate

Así es la imparable violencia que exhibe el incendio de Bejís. LOZ

Los españoles andamos ennortados, y más perdidos que un juez en la conserjería de Medio Ambiente. A las pruebas me remito. El incendio de Losacio aún sigue humeando, pero por lo visto, hemos olvidado pronto las angustiosas imágenes de aquel conductor de una excavadora que realizaba un cortafuegos, y que se abrasó vivo cuando decidió abandonar la maquinaria exponiéndose a las terribles condiciones externas.

Los bomberos, la autoridad competente a la hora de apagar incendios, se encargaron en su momento de explicarnos a todos, que el entorno protector de la excavadora, por mucho calor que hiciera dentro, era más seguro que las infernales condiciones del exterior. Y que el operario debería de haber escapado antes y conduciendo su vehículo, no a pie.

De Zamora al Levante. Otro devastador incendio, junto a unas cambiantes condiciones meteorológicas extremadamente adversas. Con un viento que varía brusco de dirección y se encara contra los profesionales que trabajan en la extinción, por lo que se ven obligados a retroceder a la carrera dentro de sus equipos de protección.

Dato importante: al parecer, “nadie” avisó a un tren para que se detuviera. Por lo que prosiguió el trayecto, ajeno a la inevitable fatalidad, hasta terminar deteniéndose a la fuerza, flanqueado por las llamas. Puede que algún día una investigación independiente llegue a señalar las debidas responsabilidades, ante las que “nadie” entonará el mea culpa, ni dimitirá.

Esto es España, el reino de la libertad según Mahou y no según Sócrates.

El pueblo español, por defecto de fábrica, es poco amigo de reconocer a la autoridad. Una españolísima característica, que se convierte en una herramienta muy útil a la hora de defendernos de la invasión napoleónica, pero contraproducente a la hora de acabar con la epidemia coronavírica. Ni Dios ni amo, ni autoridades sanitarias.

En el tren de la actualidad informativa, y en cualquier otro tren, siempre que éste se encuentre en circulación, la autoridad recae en todo momento en el maquinista. Porque es la persona responsable de la seguridad de todos los viajeros, mientras se encuentren dentro, y el encargado de llevarlos sanos y salvos a su destino.

En el caso de que el tren se encontrara parado en una estación, la autoridad la ostentaría el jefe de estación. Del mismo modo, en un avión la autoridad compete al comandante del vuelo; el señor maestro es quien manda en clase, y en un partido de fútbol, lo que determina el árbitro va a misa. Por muy Lewandowski que se sea.

Pero en este paraíso de las cervecerías y el esperpento, no sólo alardeamos de nuestra malquerencia a aceptar toda autoridad, además nos enorgullecemos de carecer de los más elementales conocimientos en materia de supervivencia. Una información muy útil, y muy sujeta al sentido común, que permite afrontar una crítica situación de riesgo sin ser presa del pánico.

Pero en este paraíso de las cervecerías y el esperpento, no sólo alardeamos de nuestra malquerencia a aceptar toda autoridad, además nos enorgullecemos de carecer de los más elementales conocimientos en materia de supervivencia

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El miedo no es más que desconocimiento, y el desconocimiento tiene cura.

Por no hablar de que son escasos los hogares españoles que tienen siempre lista una mochila de emergencia, por si en un momento dado, entiéndase terremoto de Lorca, erupción volcánica de La Palma, incendios por toda la geografía nacional… hay que abandonar a toda prisa la vivienda.

Si a nuestra natural renuencia a acatar cualquier argumento de autoridad, provenga del médico de cabecera, de un especialista TEDAX-NRBQ o del profesor de Matemáticas del niño, le sumamos nuestro elevado grado de arrogancia, fruto de una ignorancia supina y de la animadversión por un aprendizaje autodidacta, nos da como resultado la razón por la que en España andamos tan sobrados de falsos Moisés.

Esos expertos de marca blanca con la sesera vacía, esos diletantes en modo fake que, erigiéndose en conocedores de todo pero sabedores de nada, conducen a las masas en dirección contraria a la salvación que pregonan. Exactamente lo mismo que sucedió con el falso (la falsa) Moisés del tren del incidente.

“Deja ir a mi pueblo”, está escrito en Éxodo 1-10, y si los pasajeros que siguieron a la falsa profeta no acabaron todos con los pulmones renegridos y los jamones ahumados, igual fue porque Dios se negó a conceder el día libre al ángel de la guarda de más de uno.

Menos mal que en el levantisco tren del Levante, la autoridad recaía en la maquinista. Quien nos ha demostrado a todos que, en este país, por mucha zarandaja cervecero-liberal que promuevan los mulás del capitalismo de borrachera y algazara, aún quedan excelentes profesionales que, por muy complicadas que se presenten las circunstancias, son capaces de solventarlas con éxito. Salvando vidas con ello.

Con su buen saber hacer, la maquinista, logró convencer a la mayoría del pasaje de que permanecer en el tren era más seguro que salir y exponerse a las altas temperaturas y al humo del exterior; y de que aquel habitáculo estanco y protegido era el lugar correcto en el que esperar la orden que le permitiera dar media vuelta y alejarse de las llamas.

Ahora sólo falta rezar para que el ser humano deje de ser el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.

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