La Opinión de Zamora

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David Redoli

Renovables o renovables

La energía es vida, pero hay formas de producirla que pueden ser letales para la humanidad

Energías renovables Shutterstock

La energía es una magnitud física que la Real Academia Española define como la “capacidad que tiene un sistema para realizar un trabajo”, es decir, la potencialidad que tiene para producir valor. Así, la generación de movimiento, de luz, de calor o de frío son valiosos productos de la energía.

Cuando hace más de un millón de años nuestro antecesor el Homo Erectus encendió manualmente el primer fuego, descubrió cómo emplear la madera y las hojas secas (es decir, la biomasa, una energía renovable) para asar la comida, para defenderse de las fieras o para iluminar la noche. Desde entonces hasta ahora, la evolución de la humanidad se ha basado, en esencia, en dos elementos exclusivos de nuestra especie: la pericia para cooperar y la capacidad para usar los elementos disponibles en la naturaleza para producir energía (incluyendo combustibles fósiles y minerales). Sin ellas, sin la cooperación humana a gran escala y sin la generación (a voluntad) de energía, el Homo Sapiens no sería lo que ha llegado a ser a lo largo de los siglos.

La vida se sustenta en ecosistemas con equilibrios ecológicos. Sin ellos, sin oxígeno, sin alimentos, sin vegetación, sin agua potable, no hay nada. Y los estamos destruyendo

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Así, el aprovechamiento del carbón, del petróleo, del agua, del gas, del sol, del aire o del uranio nos ha permitido globalizar el mundo, inventar internet, llegar al espacio, impulsar nuestra inventiva (también para armar devastadoras guerras) y, sobre todo, construir progreso y bienestar.

Un progreso que parecía ilimitado y que, como especie, estamos empezando a poner en riesgo por una sencilla razón: porque estamos poniendo en peligro la vida misma por el uso desmesurado de determinados combustibles muy contaminantes.

La vida se sustenta en ecosistemas con equilibrios ecológicos. Sin ellos, sin oxígeno, sin alimentos, sin vegetación, sin agua potable, no hay nada. Y los estamos destruyendo. El uso masivo de determinados combustibles fósiles para dotarnos de electricidad, de movilidad o de confort en nuestros hogares lleva demasiadas décadas vertiendo a la atmósfera ingentes cantidades de dióxido de carbono (o anhídrido carbónico). Unas emisiones que están dando al traste con el planeta. Un planeta que, no lo olvidemos, es finito (por definición).

En 2022 casi 8.000 millones de personas poblamos la Tierra (no llegábamos a los 1.000 millones de habitantes a principios del siglo XIX, en 1800). Las emisiones globales de CO2 se han multiplicado exponencialmente y, en consecuencia, nuestro mundo se está recalentando (porque estamos convirtiendo la propia atmósfera en una enorme capa provocadora del efecto invernadero).

Este sobrecalentamiento es un hecho científico. Hemos pasado de detectar un cambio climático acelerado a padecer los efectos de la crisis climática (incendios forestales virulentos, olas de calor insoportables, inundaciones incontrolables, …). Pero ahora entramos en una nueva fase algo más drástica: enfrentamos ya una auténtica emergencia climática.

En muy pocos años, si no modificamos el rumbo energético, veremos con más frecuencia problemas de abastecimiento alimentario por el aumento de sequías, experimentaremos una disminución del agua potable, sufriremos subidas del nivel del mar y la acidificación de las aguas de los océanos, se elevarán los riesgos de incendios forestales, lamentaremos la extinción de especies, combatiremos nuevas pandemias, aumentarán los huracanes y los tifones, habrá migraciones masivas por causas climáticas…

Todo esto suena catastrofista. Y, en realidad, lo es. Porque las evidencias empíricas demuestran sistemáticamente, año tras año, que el calentamiento global amenaza la vida por el aumento de las temperaturas de la atmósfera, de la superficie del suelo y de los mares.

Para frenar y revertir estas destructivas tendencias climáticas necesitamos acelerar la transición ecológica y energética que ya está en marcha en muchos países

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La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha certificado que en lo que va de año han muerto, solo en la Península Ibérica, más de 1.800 personas por la ola de calor. El Sistema Europeo de Información sobre Incendios Forestales (EFFIS) ha advertido que 2022 ha traído consigo los fuegos forestales más devastadores desde la puesta en marcha del sistema, hace 22 años. Los fuegos padecidos en Zamora han sido los más destructivos de la historia de España. Y en total han ardido casi 200.000 hectáreas en nuestro país, coincidiendo con las olas de calor de junio y julio. Por su parte, el Reino Unido el 19 de julio superó los 40 grados centígrados (la jornada más calurosa jamás registrada, según la Oficina de Meteorología británica). No son hechos puntuales: forman parte de un patrón de comportamiento climático global ya largamente estudiado y confirmado tanto por científicos de los cinco continentes como por el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), creado en 1988.

¿Se trata de un escenario irreversible? No aún. Pero no andamos sobrados de tiempo. Para frenar y revertir estas destructivas tendencias climáticas necesitamos acelerar la transición ecológica y energética que ya está en marcha en muchos países. Uno de sus principales vectores es el despliegue, rápido y masivo, de energías renovables (solar fotovoltaica y eólica, principalmente). Gracias a ellas podremos realizar un cambio de modelo energético que entrelace tres ejes fundamentales: descarbonizar el sistema eléctrico, el transporte, la industria, la vivienda, etc.; electrificar la economía; y aumentar la eficiencia energética (incluyendo el ahorro energético).

Las renovables traen consigo esa tríada (descarbonizar, electrificar y aumentar la eficiencia). Son, por lo tanto, una parte fundamental de la solución. Y lo son por cinco motivos, principalmente: porque son relativamente fáciles y rápidas de instalar; porque no son contaminantes; porque para producir electricidad se nutren de elementos disponibles en la naturaleza de forma infinita (radiación solar y viento); porque ayudan a fijar población y a generar riqueza en territorios normalmente afectados por el reto demográfico y, además, pueden integrarse con las actividades agrícolas y ganaderas de la zona; y porque generan electricidad a precios mucho más baratos que cualquier otra tecnología.

Necesitamos la energía para vivir, al igual que la necesitábamos hace miles de años para sobrevivir. Con una diferencia: hoy sabemos cómo producir energía de forma limpia, barata y medioambientalmente sostenible, utilizando los recursos ilimitados que nos proporcionan el sol, el agua, la biomasa y la atmósfera, por ejemplo. De hecho, España ya ha experimentado lo que hasta ahora parecía una utopía: el sábado 2 de abril, según datos de Redeia, nuestro país fue capaz de generar durante unas horas casi el 100% de la demanda interna peninsular de electricidad con energía renovable (al igual que, unas semanas después, lo logró California para sus 40 millones de habitantes).

El futuro libre de emisiones contaminantes, con una generación eléctrica totalmente renovable, está, por lo tanto, cada vez más cerca

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El futuro libre de emisiones contaminantes, con una generación eléctrica totalmente renovable, está, por lo tanto, cada vez más cerca (una tendencia que se acelerará en cuanto el almacenamiento en baterías y el hidrógeno verde estén listos para su universalización).

La crisis energética, la crisis climática y la crisis económica que estamos sufriendo tienen la misma raíz: los combustibles fósiles. En consecuencia, no podemos asumir el riesgo de seguir dependiendo de ellos, ni por cuestiones medioambientales ni por razones de seguridad (o soberanía) energética. Es una necesidad vital acometer política y empresarialmente una acelerada transición ecológica que ponga las energías renovables en el centro del tablero geopolítico. Porque una sociedad (cualquier sociedad) sólo se puede edificar sobre un entorno que la acoja y que la sostenga, tanto económica como ambientalmente.

Así resume este escenario el secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU), el portugués António Guterres: “Tenemos una decisión que tomar: acción colectiva o el suicidio colectivo. Está en nuestras manos”. La elección está clara: renovables o renovables. Hoy por hoy, no hay muchas más opciones viables para dotarnos de energía, de electricidad, esa savia vital civilizadora que debe servir para proporcionar sustento y progreso. Se trata de una exigencia ecológica, de una obligación moral y de un deber intergeneracional.

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