La Opinión de Zamora

La Opinión de Zamora

Jonathan Pérez

Librillo de memoria

Jonathan Pérez

No digas que es novio

Ya de vuelta en el pueblo, vimos el atardecer a orillas del Esla. Pensé en los abrazos furtivos de los homosexuales de la España vacía

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Vino a casa hace unos días. Le dije a mi abuela que vendría. Ella asintió y, ya en el postre, añadió intranquila: no digas que es novio. Un amigo. Un compañero del máster. Alguien a quien conocí en los años de Salamanca. Ideé escenarios alternativos que pudieran evitarle el sonrojo.

Vino a casa y paseamos de la mano por el pueblo. Una incomodidad leve y también un deje de indiferencia, de abandonarse al cariño sin importar dónde. Hablamos de las estelas químicas de los aviones. Del plumaje acebrado de las abubillas. De la imposibilidad del vencejo de remontar el vuelo: él encontró uno en Madrid y lo llevó a una protectora. Los vencejos no aterrizan. Un vencejo en el suelo está condenado a morir. Paseamos y una señora de abanico negro cuchicheó en la oreja de otra: sí, son dos chicos. Asomó el regusto amargo de los días de litigios internos. Voces que luchaban para que al final venciera lo que uno debía ser. Lo que uno era se revolvía como un animal herido: un animal que presentaba batalla y huía después del zarpazo. Pensé en el cariño extirpado a los adolescentes de otros pueblos. En las caricias hurtadas a los treintañeros que performan una masculinidad que no es la suya. En el deseo perpetuamente reprimido de los padres que, ya dormidos los hijos, abren la ventana de incógnito de Google.

El homosexual de pueblo, acostumbrado al fingimiento, a lo sinuoso, sabe que lo que no se nombra no existe. Toca poner sobre el hule el amor de hombre a hombre, hacer pedagogía, sí, enseñar al adolescente que ve algo de ilícito en su querer

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Paseamos de la mano también por la ciudad: Santa Clara, Balborraz, la Rúa de los Notarios. Una felicidad no eufórica, tranquila, reposada. Aquí vivió García Calvo, le dije, y en la puerta vimos anunciado El Cerco de Zamora. Al llegar a los jardines del Castillo, la compañía teatral ensayaba. El director interrumpía a veces. Pedía un cambio en la entonación o un gesto más noble. Nos encantó asistir a la confección de la obra. Disfrutamos del espectáculo metateatral. Caía el atardecer al otro lado de la muralla. Un atardecer digno de los versos de Juan Ramón: no le toques ya más / que así es la rosa. Los actores retomaban la interpretación y, con el tiempo suspendido, las murallas ya no eran piedras vetustas. Tampoco un simple decorado. Eran testigos de roca y hueso de un hecho histórico. Algo transtemporal, dijo él.

Al volver a la plaza, vimos que habían derruido el muro del poema de Lope. Lo recitamos en alto: “creer que un cielo en un infierno cabe”. El amor como asidero. Mi abuela me llamó para saber si volvería a comer con el amigo. Le dije que sí, que iría a comer con mi pareja. Hay momentos de alegría que acaban de forma pacífica: una ralentización previa, las ruedas avanzan más despacio y la realidad te invita a bajar en el lugar de antes. Otras veces, la felicidad provisional acaba con un sajazo. Mi abuela gruñó, pidió que no llegáramos tarde y no dijo muah, muah antes de colgar.

Ya de vuelta en el pueblo, vimos el atardecer a orillas del Esla. Pensé en los abrazos furtivos de los homosexuales de la España vacía. En la patologización del deseo de quien ahora tiene ochenta años: no cabe en él la resignificación de una ternura que llevó dentro el pecado. A la derecha, había un bacillar: un hombre amó a otro hombre aquí, se revolcaron juntos hace medio siglo y solo la cepa y el sarmiento conocieron del cariño de quienes son polvo ahora. La belleza del crepúsculo, pertinaz, deshilachó los lamentos metafísicos. El abrazo no dejó sitio a otra cosa.

Nos despedimos en la estación de autobuses y pensé en la importancia de llamar a las cosas por su nombre. No digas que es novio. El homosexual de pueblo, acostumbrado al fingimiento, a lo sinuoso, sabe que lo que no se nombra no existe. Toca poner sobre el hule el amor de hombre a hombre, hacer pedagogía, sí, enseñar al adolescente que ve algo de ilícito en su querer, que no, que los desorientados son ellos.

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