La Opinión de Zamora

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Jonathan Pérez

Librillo de memoria

Jonathan Pérez

Amistad a lo largo

El ser humano necesita amigos para no enloquecer

Dos jóvenes caminan agarrados de la mano por la calle. SERGIO MORAES

Basta con sentir la mano de un amigo en el hombro para saber que el ser humano, tan perfectible, sería un animal desdichado sin esa caricia involuntaria. Las amistades de hoy son nidos construidos en un lugar ventoso. Están más sometidas a las inclemencias del tiempo. Después de cada comienzo, buscamos algo perdurable a sabiendas de que pronto será otro el camino al trabajo, los destinatarios de los mensajes en WhatsApp, pronto habrá nuevas direcciones con que rellenar el formulario de Amazon. La agitación diluye la ilusión de permanencia. L se va a trabajar a Chile después de varios años en París. R vuelve a Filipinas; llevaba tres años aquí, sin ver a su familia, para obtener la residencia de larga duración. Yo dejo Madrid con la idea de volver pronto.

Amistad a lo largo

Las amistades de mi abuela tenían como soporte un elemento geográfico. En las anécdotas que narra, las señoras subidas en burra que desfilan por los relatos eran vecinas o vivían en el pueblo de al lado. Ha bregado con la vida en un pañuelo de tierra. Ella, a mi edad, aunque no lo hiciera, podía celebrar el cumpleaños y ver a todas sus amigas alrededor de la mesa.

Desde que me fui del pueblo, percibo un movimiento cíclico en mis grupos de amigxs: mudanza y atolondramiento inicial, surgimiento de amistades, momentos de felicidad, fuerza centrífuga que manda a cada miembro a una ciudad distinta y vuelta al punto uno. Gracias a tantas mudanzas y a la convivencia en pisos de estudiantes, he conocido de cerca experiencias de vida plurales. Mi curiosidad por el sentir humano se ha multiplicado como un deseo ameboide. También me he sentido desorientado: una planta trasplantada que acaba de germinar cuando llega el siguiente trasplante.

Edmund White escribe: “Le conté a Tom que mi padre había dicho que las amistades no duraban, se deterioraban y había que reemplazarlas cada década a medida que envejecíamos; pero le conté semejante herejía (la cual me había inventado, mi padre no tenía amigos a los que reemplazar) solo para que Tom y yo pudiéramos condenarla y jurarnos fidelidad eterna”.

A mí me dijeron de pequeño que crecer suponía la desaparición del afecto a los amigos. El afecto se vería sustituido por el cariño irremediable a otro tipo de comunidad más asentada: la familia. No lo creí cuando lo escuché por primera vez. Tampoco ahora. La familia es el lugar donde cada uno ocupa siempre el mismo sitio en la mesa. Más inamovible y rígida que la amistad. El ser humano necesita amigos para no enloquecer. ¿Es el impulso amistoso lo que permanece y los amigos el recipiente mutable en que depositamos tal impulso? Creo que no.

Una amistad larga es un ser viviente codificado: sabemos si el otro es o no fan de la hipérbole, si hay que abrir brecha con una pregunta ante una fijación tóxica, si hemos de dejar que la zona de penumbra permanezca así, escondida, porque verbalizar no siempre ayuda. En el ser viviente hay cicatrices, verrugas y labios bonitos. Al vivir la amistad se produce un doble efecto. La alteridad se hace carne: somos un poco el otro. Nos preguntamos cómo ayudarle en un proceso de duelo. Buscamos la palabra cierta para que el enfado no vaya a más. Compartimos la indignación.

Miro a mi alrededor y veo un mundo agujereado de soledades. No son soledades buscadas, sino malestares internos, ausencia fatal de caricias. Y me da rabia

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Miro a mi alrededor y veo un mundo agujereado de soledades. No son soledades buscadas, sino malestares internos, ausencia fatal de caricias. Y me da rabia. Quizá sea culpa del trabajo como elemento vertebrador de una vida digna (?). O del ocio atareado. O de la sed inaudita del yo en el siglo XXI. El caso es que hay un ruido de fondo, un sonido como de placa tectónica en movimiento: entre el yo y el tú se abre una grieta que no permite apoyar la cabeza en el pecho del otro. Conservo un par de amigos que me acompañan desde que tenía doce años, a otros los conocí hace apenas uno: son los interlocutores con quien dialogo día tras día. Hablo con ellos por teléfono, en persona o en mi cabeza (ya verás cuando le cuente… seguro que me puede ayudar con… no se va a creer que… en este caso L me diría…).

Quizá hay que reformular las preguntas. En vez de ¿quién soy?, preguntar ¿Quiénes somos? En lugar de ¿qué he venido a hacer aquí?, interrogarnos con ¿qué hemos venido a hacer aquí? Solo así, pensándonos en plural, iremos a contrapelo de la atomización. En la era de lo caduco y de la obsolescencia programada, la amistad guarda dentro una pepita de incondicionalidad que hay que proteger.

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