Vimos arder al inicio del verano
la escabrosa piel de La Culebra.
Los bosques calcinados, la sierra negra.
El aullido último de los lobos
ante la tragedia de las llamaradas rojizas
abrasando el corazón olvidado, los huertos humildes,
el paisaje humano de estos pueblos que se nos queman
entre la pérdida y el llanto
en el sudor oscuro de las cenizas.
No existen ya flores ni retama donde libar las abejas.
No tienen por donde correr los corzos y los ciervos.
Ni crecerán las setas en este suelo sin esporas.
Ni habrá pastos para el ganado.
No oiremos, en años, el golpe seco de las castañas
cayendo al suelo, así como caemos nosotros
ahora, con nuestros rostros desolados y nuestras miradas ciegas
frente a este horizonte, sin piedad
que nos incendia los ojos de la vida.