La Opinión de Zamora

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Julio Fernández Peláez

Vencer a la costumbre para salvar el mundo

No dispongo de más armarios donde guardar los tapones de plástico

Tapones de plástico Tapones de plástico

Desde hace años conservo los tapones de las botellas de plástico. Comencé esta tarea hará unos 30 años o más, cuando el plástico era todavía un prometedor material capaz de hacerle la vida superfácil a la especie humana. Y hoy, precisamente hoy, he decidido abandonar esta labor para siempre. El motivo no es otro que no dispongo de más armarios donde guardar los tapones. Y el armario donde se apilan las cajas que los contienen está a rebosar, no cabe ni un solo tapón más. Como mi casa es pequeña, tampoco caben más armarios. Y mi carpintero de confianza me ha dicho que ampliar el armario sería equivalente a tirarlo y comprar otro nuevo y entre medias tendría que buscarle un hueco a los tapones, y la verdad, como no los saque a la calle mientras cambio de armario no sé cómo lo voy a hacer. Pero en la calle no me atrevo a dejarlos, por miedo a que los roben.

Al dejar de coleccionar tapones, se para el reloj de mi huella ecológica en el mundo. A través de ellos puedo ser consciente de todo el plástico consumido, y este sea, quizá, el motivo secreto de conservarlos, aunque hasta el día de hoy no me haya parado a pensar esto mismo. Sinceramente: mi manía de los tapones es tan solo eso, una manía inexplicable, y como tal manía, de difícil remedio.

Pero ha llegado la hora de dejar atrás este hábito. Y para ello solo veo dos caminos: o abandonar mi coleccionismo por las bravas, metiendo las botellas de plástico con sus respectivos tapones en los correspondientes contenedores amarillos, o dejar de comprar botellas de plástico para no caer en la tentación de guardarlos. La tercera vía, la de la botella sin tapón, creo que todavía no es posible.

Al dejar de coleccionar tapones, se para el reloj de mi huella ecológica en el mundo. A través de ellos puedo ser consciente de todo el plástico consumido, y este sea, quizá, el motivo secreto de conservarlos

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Este es un dilema que me siento incapaz de resolver solo, así que he diseñado un formulario y lo he subido a las redes sociales para pedir opinión. Por las respuestas, deduzco que pocas personas entienden que mi decisión sea tan importante para mí, no ya por lo metafórico del asunto, que también, pues aunque mi armario no es esférico resulta que es finito como todo en este planeta, y por lo tanto no admite más basura ni más gases efecto invernadero, sino por el hecho de que un cambio tan radical en mis hábitos podría tener consecuencias fatales en mi comportamiento. No me imagino perdiendo la oportunidad de guardar un tapón después de desenroscarlo placenteramente con mis manos, como tampoco me imagino entrando en un supermercado con un carrito y salir sin un cochino envase con uno de esos preciosos tapones de rosca que tanta debilidad me producen.

Agua mineral, refrescos, zumos, leche fresca... Juro que no es porque no me guste el contenido de los tetrabrik ni de las latas, ni tampoco el agua del grifo. No, no soy de los que no beben el agua corriente porque al llenar un vaso se ponen a pensar por cuántas tuberías ha pasado ese agua, y en qué estado estarán esas tuberías, y cuántas mierdas le habrán echado al agua para que parezca transparente, no, no soy tan melindroso, yo compro las botellitas porque me vuelven loco sus tapones.

He abierto el armario una vez más, y he metido el último tapón en la última caja del estante superior a sabiendas de que es imposible meter uno más y que esto se ha acabado, se ha acabado aquello que tanta ilusión me producía en la vida, cuando tras beberme el contenido de algo, guardaba aquel objeto clave para su cierre, azul, rojo, negro, verde o blanco pero siempre con rosca, esa maravillosa rosca que daba sentido al girar de mis dedos, de izquierda a derecha, o de derecha a izquierda, según las intenciones del movimiento. Mientras pienso qué hago, salgo a pasear. Se trata de un hermoso paseo a orillas de un río. Y siguiendo la corriente del río, llego a su desembocadura, situada en un puerto, y allí, no sé por qué, me da por imaginar que me subo a un barco y me alejo, me alejo de mi armario lleno de tesoros. Me alejo para siempre.

Ya en el barco se me pasa por la cabeza que la metáfora, entonces, no es el armario y la capacidad finita para almacenar los deshechos de lo que consumimos sino la dificultad para abandonar los hábitos, la incapacidad de la especie humana para vencer a la costumbre cuando la costumbre ya no significa nada más que repetición de un gesto, un gesto estúpido. Debería poner a la venta el armario, me digo, pero enseguida me respondo que no puedo, que no podría estar seguro de qué haría quien comprara ese armario. Imagina que lo compra Elon Musk, Elon capaz de mandarlo al espacio y abrirlo a mitad de viaje para que los miles y miles de tapones salgan disparados y llenar así la exosfera de llamativos colores. No, tiene que haber una solución más sencilla, sin vender el armario, sin huir de casa y sin enfrentarme a mí mismo. No sé, lo mejor sería que dejaran de fabricarlos, que los prohibieran, como hicieron con el tabaco por motivos de salud pública: para acabar con esta maldita adicción que está poniendo en peligro el mundo. A saber cuántos millones de personas están como yo, sin encontrar una salida a sus armarios repletos de tapones.

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