La Opinión de Zamora

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Concha Ventura

Crónicas de un paso de cebra

Concha Ventura

El corazón de la naturaleza

Por el sofreral que lleva al Castillo de Alba

Naturaleza viva.

Cada vez más, el ser humano se aleja del corazón de la Naturaleza, de sus bosques. Cada vez más, nos están enseñando a encerrarnos en nosotros mismos para hacer vida virtual con los otros.

Por eso se hace necesario romper la cadena, y empezar a darse un baño de vida y silencio, dejando atrás el ruido y las pantallas, para que recuperemos nuestra propia naturaleza, no la del metaverso, sino la que tengamos más cerca. Sólo hace falta proponérselo.

En Zamora poseemos bosques muy valiosos, uno sin salir de la ciudad, el de Valorio; también el Tejedelo de Sanabria, con troncos de hace más de dos mil años, ya contemplaron esos árboles los romanos que nos invadieron allá por el siglo primero. Los acebales y rebollares de los cañones del Tera. Los “jimbros”, que así llaman los sayagueses a los enebros. Los chopos autóctonos, de Benavente y Los Valles, no los canadienses. Los robles albares de La Cabrera, con los que se construyen techumbres y se levantan los mayos, que escalan los mozos, como ceremonia de iniciación en primavera… y muchos más.

Para algunas culturas los bosques son lugares sagrados e impresiona su quietud.

Eso es lo que sentí el otro día cuando me acerqué al Castillo de Alba. (Hacía años que no iba por allí, desde que hice andando el camino de Santiago por el lado portugués).

Atravesé, esta vez en coche, el alcornocal de Cerezal, uno de los más grandes de Castilla y León, ya que se extiende por trescientas hectáreas. Los lugareños lo llaman sofreral, pues a estos árboles los denominan sofreros o zufreiros, palabras derivadas directamente de la palabra latina “suber”, que significa corcho o corteza. Corcho que se extrae de los árboles cada año por expertos maestros portugueses. Dentro del alcornocal se encuentra una vegetación exuberante de jaras, ya floridas, escobas o hiniestas, repletas de flores amarillas, como el color de las flechas que indican el sentido de la marcha del camino hacia Santiago de Compostela.

Se cuenta, que allí se refugiaron los últimos templarios que quedaron en él tras la devolución de Alfonso IX en 1220 a través de la concordia firmada en Villafáfila, en la cual se afirmaba que se les restituía con todos sus derechos y posesiones.

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Después seguí, hasta llegar al castillo de Alba, al lado de Losacino, cuyas ruinas se levantan sobre un farallón escarpado, y a sus pies discurre el río Aliste.

Se conserva un robusto torreón, parte de la torre del homenaje y de la muralla. Aunque está declarado como Bien de Interés Cultural, desde 1949, la fortaleza ha sido considerada de “ruina sin consolidación”.

Se sabe que fue un castro prerromano y después romano. Da fe de ello, las estelas que se encontraron en la zona.

Se cuenta, que allí se refugiaron los últimos templarios que quedaron en él tras la devolución de Alfonso IX en 1220 a través de la concordia firmada en Villafáfila, en la cual se afirmaba que se les restituía con todos sus derechos y posesiones. En él estuvieron durante 92 años, hasta que el Papa, Clemente V suprimió la orden en el Concilio de Vienne.

Y fue en tiempos de Enrique IV, en 1498, cuando pasó a ser cabeza del condado de Alba de Aliste.

Por esa época, se concedieron tres condados de Alba distintos, uno el del río Yeltes, otro el del río Tormes, que se corresponde con los actuales duques de Alba, y el tercero el del río Aliste. Después de algunos años, los Condes de Alba de Aliste, se trasladaron a Zamora y edificaron el palacio, en lo que es el actual Parador de la ciudad, sobre una antigua alcazaba que estaba en ruinas.

Me vinieron a la memoria en ese momento, ante lo que quedaba de aquel soberbio castillo, cubierto por las zarzas y carcomido por la acción del tiempo, los versos de Jorge Manrique, “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar en el mar, /que es el morir:/ allí van los señoríos/ derechos a se acabar/ y consumir, / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos, / y más chicos, / allegados, son iguales, / los que viven por sus manos/ y los ricos.”

Lo que está claro es que, la Naturaleza siempre acaba imponiéndose, también el olvido y el silencio.

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