La Opinión de Zamora

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Agustín Ferrero

El conte de la Lletera o castells en l’aire

La cosa consistía en quedarse con la masía familiar, aquella que venía pasando de padres a hijos desde tiempo inmemorial

Vacas lecheras salen de su establo ADAM IHSE

Iba la moza dando saltos por la vereda. Con cantarina voz interpretaba el cuento de “La Lechera”, a ritmo de sardana, en versión musical de un payés, amigo suyo, que lo había compuesto para ella. Y ahora hago esto, y con lo que me produzca después haré lo otro, y más tarde lo de más allá, y en un pispás me convertiré en una rica hacendada, venía a decir la letra de la canción.

La cosa consistía en quedarse con la masía familiar, aquella que venía pasando de padres a hijos desde tiempo inmemorial. Y con la masía, ya de paso, todo cuanto hubiera a su alrededor, ya fueran fincas, ganado, o demás pertenencias. Para ello, solo bastaba con dejar al hereu, y al resto de miembros de la familia con dos palmos de narices, y sin un ochavo con el que seguir manejándose en la vida.

En esas estaba, cuando desde el alto de un árbol castigado por el paso del tiempo acertó a verla un anacoreta que, a la sazón, moraba allí tan a gusto. Se trataba de un hombre enjuto al que nadie tenía en cuenta, con larga melena y un aspecto desaseado que recordaba a Fernando Fernán Gómez en la única película que llegó a hacer Juan Estelrich. La privilegiada posición que ocupaba le hacía gozar de una gran perspectiva visual. Interpretando el papel de hombre despistado, y sin decir esta boca es mía, un día tras otro iba observando los movimientos de la gente que se movía a su alrededor. En un block de anillas anotaba aquello que consideraba más destacado. Lógicamente, tenía registrados los nombres de las personas con las que se había reunido la aspirante a “lechera”, de manera especial cuando lo había hecho a horas intempestivas.

El hecho de que el cenobita hubiera desarrollado de manera espectacular el sentido del oído, más que nada debido a su aislamiento del mundo ordinario, le permitía distinguir los sonidos a gran distancia. Eso le facilitó enterarse del contenido de un número importante de conversaciones producidas en su entorno los últimos años.

Lógicamente, tenía registrados los nombres de las personas con las que se había reunido la aspirante a “lechera”, de manera especial cuando lo había hecho a horas intempestivas

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Llegó el día en que la moza con vocación de “lechera”, junto a algunos de sus colegas, decidió poner en marcha su plan. En un primer momento, de manera sorprendente, les salió a las mil maravillas, ya que apenas encontraron oposición. Así que tomaron posesión de todo cuanto podía caber en su imaginario. Cierto fue que tal acaparamiento de bienes y enseres duró lo que suele durar una cerveza en el vestuario de un equipo de rugby, después de un partido. Pues, al poco tiempo, sin saber muy bien porqué, decidieron dar un paso atrás, deshaciendo lo hecho y devolviendo lo usurpado, dejando las cosas, más o menos, como estaban antes.

Pero aquella espoliación desmesurada, no cayó bien a mucha gente, de manera especial la que había sido desposeída de sus bienes, aunque solo hubiese sido de manera temporal. Así que, ni cortos ni perezosos, tras denunciar lo ocurrido, consiguieron que los usurpadores resultasen castigados. De hecho, la “lechera” fue sustituida en sus funciones por una “marioneta”, a la que solo le faltaba el hábito de fraile, para llegar a ser un siniestro personaje de la peli “El nombre de la rosa”. Tal individuo, tenía como principal mérito haber escrito una máxima que venía a decir que la gente de su alrededor, especialmente los que no pensaban como él, eran “familias de carroñeros, víboras, hienas, y bestias con forma humana que destilaban odio”

Pasado el tiempo, resultó ser que aquellas gentes a las que la “marioneta” despreciaba y odiaba con todas sus fuerzas, no eran tan tontos como él pensaba, ni acreedores a los calificativos que incluía en sus escritos. De hecho, una vez repuestos del susto, aquellas gentes continuaban manteniendo el tipo, sin perder la compostura, mientras los niños hacían travesuras a la salida del colegio y los amantes retozaban en cualquier parte, ya fuera en lechos, tálamos o camastros.

El eremita inquilino del árbol, bien fuera por haber dispuesto de un block de anillas o por cualquier otra razón, pudo facilitar una valiosa información a las autoridades competentes. Tal hecho le sentó muy mal a la “lechera”, a la “marioneta”, y a sus compañeros de “pucherazo”, de tal manera que emprendieron un camino sin rumbo en post de lo imposible. En ese estado de locura se lanzaron a una peregrinación sin límites tratando de encontrar a alguien que condenara al eremita. Aquella pretensión, además, incluía premiar a quienes se habían saltado las leyes a la torera, y castigar a quienes habían tratado de salvaguardarlas.

En tanto esto sucedía, el asceta, impertérrito, permanecía subido en lo alto del árbol, leyendo “El conte de la Lletera”. Hasta que, un día cualquiera, junto al título, hizo una anotación que rezaba: “Castells en l’aire”.

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