La Opinión de Zamora

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Jonathan Pérez

Librillo de memoria

Jonathan Pérez

Antonio Machacado

La lectura que permite el goce estético es una actividad económicamente improductiva

BIBLIOTECA

Elegí hablar de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez en el examen de selectividad. No había leído nada de ninguno de los dos. Saqué un diez. Sabía qué decían quienes los habían incluido dentro de una generación. Había memorizado el título de las obras y el nombre de las influencias. Estudié a qué corriente pertenecían y aprendí tres características de la poética de cada uno. Recuerdo el horror vacui de los power points llenos de información, datos y fechas. No había tiempo para comentar el sentido de un verso o la singularidad de una metáfora. Tocaba empacharse de “conocimiento” para vomitarlo meses después.

Pierre Bourdieu, sociólogo francés, hablaba de dos instituciones que permiten que la literatura llegue al individuo: la familia y el centro escolar. Es ahí donde uno puede educarse literariamente. Las casas y los colegios son los encargados de armar a una persona con los instrumentos de percepción estética. Solo con esos instrumentos puede surgir el deleite con una lectura que ponga palabras a un sentir o de cuenta de la complejidad de un microcosmos. Si en tu casa nadie lee y en el instituto te han entrenado para sacar dieces en “literatura”, mala suerte. Dos escenarios que representan una posibilidad, un campo húmedo listo para ser abonado, y que son un erial reseco en términos literarios.

La literatura construye subjetividades, ventanas por las que asomarse al mundo. Leer supone distanciarse de la realidad agitada para volver a ella con ojos nuevos

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“La mirada se proyecta de otro modo cuando es intelectualmente guiada”, escribía Edgar Wind. Parece que el poder educativo no está interesado en mejorar la capacidad del individuo para disfrutar y empaparse con un texto bello. Le interesa que parezca que sabes. La selectividad educa en la impostura, te convierte en un perfecto esnob. Reproduce el ambiente que existe fuera de las aulas: la literatura como guarnición del filete, un elemento accesorio, algo prescindible. Una amiga me cuenta que su profesor de ética era el mismo que el de iniciativa emprendedora. Podría ser una sátira contra el capitalismo, pero no, la realidad lleva dentro la hipérbole. Los colegios entrenan a las personas para que ocupen su lugar en la cadena de producción, ganen dinero, prosperen. La lectura que permite el goce estético es una actividad económicamente improductiva. ¿Educar para la vida es educar para el trabajo? La literatura es vista como una filigrana. Un elemento decorativo.

Saqué un diez en “literatura” a los dieciocho años. Descubrí la literatura a los veintiuno, gracias a la lectura accidental de una novela de Nabokov. Quise conocer algo más sobre el oficio de escribir. Cogí papel y boli y me fui a Youtube. Rellené agendas con lo que decían en los vídeos Juan Villoro, Leila Guerriero, Iris Murdoch (quien, por cierto, se carteaba con García Calvo, ay) o Javier Marías. Me acostumbré a desayunar con podcasts en los que entrevistaban a escritoras. El altavoz de mi móvil y Youtube contribuyeron más a mi educación literaria que seis años de instituto.

Recuerdo algunas lecturas de los dos primeros años de la ESO (El señor de las moscas, Relatos de lo inesperado, Alicia en el país de las maravillas…). Ya en tercero, el curso en el que te hacías mayor, sentaron a la literatura en última fila. Allí, al fondo. Me tocó hacer algún examen sobre cómo se llamaba el personaje secundario de un libro o cuál era el nombre real de Dulcinea del Toboso. ¿Hay peor enemigo de lo literario que una versión adaptada del Quijote? Volví a él (versión no adaptada) hace dos años como el que se acerca a un perro que le ha mordido. Me gustó mucho. El nombre de esta columna se lo debo a Cardenio, uno de sus personajes. Pero, ¿quién más va a querer acercarse a un libro cuya lectura fue un calvario? Aquel que estudie Filología y tenga que hacer un examen en el que ha de demostrar que parece que sabe. Amigas que estudian Filología consumen un mayor número de ficciones en pantalla (plataformas digitales, píldoras de quince segundos en TikTok) que en los libros objeto de examen.

Si las formas de enseñar literatura no cambian, hemos de inventar alternativas para que la gente pueda entrar en contacto con lo literario. Un tercer brazo, una prótesis de polietileno que coloque al libro en el lugar que merece: asociaciones, tertulias, clubes de lectura, recitales, concursos, actividades en los colegios. La literatura construye subjetividades, ventanas por las que asomarse al mundo. Leer supone distanciarse de la realidad agitada para volver a ella con ojos nuevos. Si los centros escolares han abdicado de su función y solo se preocupan por educar a los ejecutivos y científicos del mañana, hemos de inventar una red alternativa por la que transiten la ficción y los relatos vivenciales, formas de conocimiento denostadas en la era de la información.

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