La Opinión de Zamora

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Luis Miguel de Dios

Buena jera

Luis Miguel de Dios

Memorias del hornazo

El Domingo de Resurrección como día de esperanza, alegría, ilusión y romerías

Un grupo de niñas merienda el típico hornazo.

Si es verdad que la patria es la infancia, hay días en los que esa patria se manifiesta con una fuerza vital, como un hito que deja en el alma una huella indeleble. Tal sucede con el Domingo de Resurrección, que, para los niños de mi pueblo, fue siempre el domingo del hornazo sin que por ello perdiera su connotación religiosa. En realidad, el domingo del hornazo comenzaba una semana antes, el Domingo de Ramos, cuando los críos íbamos en pandilla a “preparar los asientos”, eufemismo tras el que se escondía una caminata a alguno de los pocos lugares del término municipal que contaba con árboles. No tenía que estar muy lejos para que nos permitiera jugar el mayor tiempo posible ni muy cerca para que no nos vigilaran los padres.

Y allá que nos íbamos. “Preparar los asientos” consistía en poner unas piedras de regular tamaño para sentarnos el Domingo de Resurrección a comer el hornazo y demás ingredientes de día tan señalado. Envueltos en una servilleta de tela (“ojito con perderla o romperla”), las madres o abuelas nos colocaban unos manjares que solo se hacían por estas fechas: el hornazo (especie de empanada hecha al horno y rellena de chorizo, lomo y jamón), el mollete (dulce compacto y perfumado) y tres clases de rosquillas: de baño, de dedo y de panadera. Era imposible comerlo todo, pero más imposible que las madres se olvidaran de algún elemento; era como un desafío familiar, como un hilo invisible que ataba a chicos y grandes a una costumbre ancestral que no podía, ni debía, desaparecer.

Llegábamos al lugar donde habíamos puesto los asientos (si nose nos habían adelantado otros),y casi con la comida en la boca, abríamos los fardeles y, hala, a merendar el hornazo y demás menudencias. El caso era tener más tiempo para jugar, para disfrutar de aquel domingo que se presentaba como el paradigma de la alegría, del regocijo, de la fiesta. Con ocho o nueve años, no éramos conscientes de que quizás ya no volveríamos a ser tan felices y despreocupados. La edad de la inocencia tocaba a su fin, al igual que había terminado nuestra ingenuidad cuando un “mayor”, nos decía que los Reyes eran los padres.

El domingo del hornazo rompía felizmente unos días, los de la Pasión, que los niños, a nuestra corta edad, vivíamos como una pesadilla. No acabábamos de comprender por mucho que nos lo explicaran por qué no se podía cantar, ni reír

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El domingo del hornazo acababa tarde. Estábamos de vacaciones y en el pueblo había baile. Nos dejaban ir a los críos. Nos perseguíamos entre las parejas, nos llevábamos más de un mosquilón y, entre pasodobles y tangos, recordábamos las andanzas de la tarde. No teníamos prisa. Al día siguiente no había escuela y, como era Lunes de Pascua, se repetía el ritual del domingo: hornazo, mollete, rosquillas, y a jugar sin pensar en que el martes todo cambiaría. (Cuando a los diez años fui a estudiar a Zamora, la noche del lunes era la del nudo en la garganta: madrugón, coche de línea de Tamames, adiós a la familia, dos o tres meses por delante hasta los exámenes finales, miedo a perder la beca…).

El domingo del hornazo rompía felizmente unos días, los de la Pasión, que los niños, a nuestra corta edad, vivíamos como una pesadilla. No acabábamos de comprender por mucho que nos lo explicaran los maestros, el cura y nuestros padres por qué no se podía cantar, ni reír, ni poner caras alegres, ni gastar bromas. Los rostros tenían que ser taciturnos, apenados, llorosos. Más de una vez oí en casa o en la calle la frase lapidaria: “Cállate y no te rías que ha muerto Cristo; y a muerto por nosotros”. Y es que desde la tarde del Jueves Santo, el pueblo parecía otro. Todo lo que nos gustaba estaba prohibido o suscitaba recelos. Sé que hoy día es difícil de entender, pero a principios y mediados de los 60 era así. No sonaban las campanas. Las llamadas a los oficios religiosos se hacían con la matraca y las carracas. El silencio, espeso y sólido, lo rompía cada poco una voz telúrica: “Las primeras y las últimas”. A la comitiva nos sumábamos los chiquillos antes de entrar en la iglesia a rezar ante el llamado Monumento, situado en un lateral ya que el altar mayor estaba cerrado. El duelo por la muerte del Redentor llegaba hasta ese extremo. Si no recuerdo mal, había que orar siete veces, lo que para muchos era un martirio; otros se saltaban alguna “visita” (así le decíamos) y otros se pasaban, nos pasábamos, bastante rato charlando para enfado de las mujeres que, en sus reclinatorios, dedicaban horas y horas al “Monumento”.

Para un niño, aquel ambiente era duro, complicado, pero en el horizonte asomaba el domingo del hornazo, tiempo de alegría, de esperanza, de romería. Tiempo de ilusión que no decae con el paso de los años.

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