La Opinión de Zamora

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Julio Fernández Peláez

El origen de la violencia

Por puro interés se ha dejado que niños mal educados y violentos se conviertan en adultos criminales y genocidas

Una mujer llora ante un edificio bombardeado en Mariupol (Ucrania) ALEXANDER ERMOCHENKO

Que la violencia se alimenta de violencia es algo que ya sabíamos, basta repasar por encima todos los hechos recientes relacionados con conflictos bélicos. Que la violencia se para con más violencia puede ser también cierto si de lo que hablamos es de un golpe rápido y certero, pero desde un punto de vista moral solo tiene justificación como mal menor, es decir: cuando pone fin ipso facto a una sucesión de acontecimientos que podrían desembocar en tragedia.

Pero cuando la tragedia se nos echa encima y siembra de terror y de sangre la tierra, de poco sirve preguntarse por qué y cómo se desató la violencia, al tiempo que resulta complicado contenerse y no reaccionar con violencia en contra de quienes consideramos culpables. En este punto, cualquier solución al conflicto no solo se ve en la obligación de parar la violencia, también la rabia, las ganas de venganza, y las consecuencias del sufrimiento infringido. Hay que ponerse en el lugar de los pueblos agredidos para comprender su reacción. ¿Estamos hablando de Palestina?

Dice un viejo refrán castellano que “árbol que crece torcido jamás endereza” y esto es lo que pasa también con la violencia: que una vez se tolera en sus principios, resulta complicado corregirla. Por este motivo, cuando el niño Putin bombardeó Grozni en 1999, devastando por completo la ciudad y aterrorizando a la población chechena hasta declarar finalizada la guerra en 2002, Rusia recibió una buena reprimenda que consistió en ser admitida en el glorioso grupo del G7, que pasó a llamarse G8.

Dice un viejo refrán castellano que “árbol que crece torcido jamás endereza” y esto es lo que pasa también con la violencia: que una vez se tolera en sus principios, resulta complicado corregirla

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Como pudo demostrarse más tarde, el castigo a Putin fue ejemplar, pues no solo fue convirtiendo año tras año su propio país en un país inhabitable para la justicia o la diferencia sino que una vez iniciada la guerra de Siria, el adolescente Putin repitió su libre ejercicio de la crueldad bombardeando Alepo, mientras el resto del mundo miraba para otro lado como diciendo: este chico no tiene remedio. O incluso le felicitaba por librarnos de terroristas.

Esta hazaña y otras similares se repitieron años más tarde, pero no sin nuevas amonestaciones: no hay más que ver la sonrisa de Ángela Merkel cuando en mayo de 2018 la recibió el violento con un precioso ramo de rosas blancas, para así sellar un flamante acuerdo de compra y venta de hidrocarburos rusos a los que Alemania no podía resistirse.

Es cierto que las consecuencias de la guerra de Siria fueron mínimas para Europa, total: teníamos por el este a toda una retahíla de Estados gobernados por la xenofobia que impedían que los refugiados llegaran en masa a desequilibrar nuestras conciencias. Por eso, no es de extrañar que el jovencito ruso fuera capaz de seducir, a pesar de ser un declarado violento, a media corte occidental, y no solo a los partidos de ultraderecha que financiaba, también al que entonces era el mismísimo aspirante a primer ministro británico, que más tarde sería primer ministro, a cambio eso sí, de apoyar los planes de aquel brexit del que tanto se arrepienten algunos ahora.

Nos gobiernan hipócritas, o nos dejamos gobernar por hipócritas, y en esto, el ejemplo de Putin podría tratarse de un caso entre otros muchos

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Por desgracia para él, Putin ha envejecido rápido. Al parecer, lo pasó mal con la derrota en las elecciones de su amigo Donald Trump, con quien ya había planeado, con toda seguridad, alguna juerga armamentística, pero lo cierto es que hasta hace unos meses era un tío respetado en las más altas esferas, y todos los países le vendían armas como parte de ese respeto, no para que aumentase su increíble capacidad de sembrar la violencia, no, sino porque una vez crecido, árbol torcido es imposible de enderezar, así que mejor dejarlo tal y como va, y si cuadra regarlo un poquito.

Nos gobiernan hipócritas, o nos dejamos gobernar por hipócritas, y en esto, el ejemplo de Putin podría tratarse de un caso entre otros muchos, a no ser que las 233.000 personas que han perdido la vida en la guerra civil del Yemen, y las cerca de 16 millones que pasan hambre también a causa de esa misma guerra, no sean más que un número en la propaganda de algunas ONG y no una consecuencia directa del comercio internacional de materias primas y armas entre Arabia Saudí y el resto del mundo, incluida España. Nos gobiernan hipócritas y por eso ha sido tan complicado ver que la guerra que en Ucrania lleva encastrada desde al menos 2014, podía acabar en una tragedia de impredecibles consecuencias.

Se ha permitido que la violencia campe a sus anchas simplemente porque era lo más beneficioso, así, a secas, y no solo para la industria armamentística. Por puro interés se ha dejado que niños maleducados y violentos se conviertan en adultos criminales y genocidas. Se ha permitido desde las más altas esferas porque aunque de sobra se sabe que el origen de la violencia es la misma violencia, nunca se creyó que el sufrimiento pudiera escapar de su propia periferia. Y por eso mismo, ahora, que tenemos miedo a sufrir, nos toca dialogar, perdón, les toca dialogar a ellos, a los de las altas esferas, dialogar y dialogar con la más horrible expresión de la violencia para que las víctimas no acabemos siendo todas las personas de este planeta.

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