La Opinión de Zamora

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Agustín Ferrero

Aromas y olores: recuerdos proustianos

El deseo de poder huir del ruido que nos llega de la guerra de Putin

Viejos utensilios de cocina.

Hay quien dice que la memoria del olfato es casi exhaustiva. Como si los aromas y los olores fueran directamente al cerebro sin pasar por filtro alguno. De hecho, existen estudios que aseguran que los seres humanos recordamos el 35% de lo que olemos, y solo el 5% de lo que vemos. Y es que el olor, en sí, es una emoción. De ahí que se registre de manera permanente en nuestro disco duro. Tal característica, la de la memoria olfativa, se ha venido en llamar “recuerdo proustiano”, en referencia a Proust (Marcel), porque en su novela “En busca del tiempo perdido” existe un narrador al que el aroma de una magdalena, mojada en una taza de té, le transporta hasta su infancia, a través de una larga cadena de recuerdos y sentimientos únicos.

De manera que, cuando percibimos determinados aromas u olores, no es extraño que nos veamos trasladados a otro lugar, o a otra época, en la que sucedieron determinados hechos. Nos llegan imágenes, o sonidos semiolvidados. Unas veces corresponden a personas; otras a localizaciones. También a paisajes o a quehaceres y divertimentos, sin excluir los amores. Pero no podemos estar seguros de que lo que estamos percibiendo ahora, a través de la memoria olfativa, se corresponda, exactamente, con aquello que vivimos en su momento. Porque los impulsos de ahora no tienen por qué corresponder a las sensaciones de entonces. Ya lo decía Mario Benedetti en uno de sus versos:

“Cuando éramos niños / los viejos tenían como treinta / un charco era un océano / la muerte lisa y llana / no existía”

Pero, dejando al margen tal precisión, lo cierto es que existe ese fenómeno: el de que el pasado llega a hacerse sentir en el presente, cuando entramos en contacto con un determinado aroma.

El pasado llega a hacerse sentir en el presente, cuando entramos en contacto con un determinado aroma

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De hecho, hace unos días, en contraposición con el ruido que hace la guerra, con la que nos está martirizando el señor Putin, llegó hasta mí una especie de luz. Una luz envuelta en una sugestiva música. De ella surgió la imagen de una enorme cocina de fuego bajo, que funcionaba a base de leña. También había una enorme perola hirviendo. Lo hacía a fuego lento. En la medida que las llamas convertían los leños en rescoldo, una mujer iba añadiendo otros. Aquella escena transcurría, en un pueblo de Sayago en un remoto pasado. Los aromas que procedían de la olla revelaban que allí se cocinaba un apetitoso cocido. A continuación, ese recuerdo atrajo otras imágenes, otros sonidos y otros olores. Aparecieron porque sí. Sin haber sido evocados por haber visto una fotografía, o una película, o haber escuchado una música concreta. Me extrañó comprobar cómo era posible ver, oír, e incluso oler, con tal lujo de detalles.

Más madera

Llegué a acordarme de que, unos minutos antes, había llegado hasta mí el olor inconfundible de la leña que suele quemar mi vecino en su vieja chimenea. Me lo imaginé con su bata de color granate y sus zapatillas de cuadros, echando leños sin parar, como los hermanos Marx en el Oeste, aquella película en la que repetían aquello de “más madera”.

A la imagen de la cocina, sucedieron otras, íntimamente relacionadas, también lejanas en el tiempo. Pertenecían a la celebración de una matanza: sangre, gruñidos, y un grupo de gente, formaban parte del ritual. En algún momento, todos comían de una misma olla exquisitos manjares que tenían mucho que ver con el cerdo recién sacrificado: coscarones, chichas, carrañuelas y orejas churruscadas. Las tajadas de carne pasaban, como góndolas, camino del estómago; bien solas o acompañadas de sabrosas hogazas de pan de centeno, amasado en el horno comunal del pueblo.

Los allí presentes, utilizaban con destreza estrébedes, tenazas, y badiles. Fuera, algo apartadas del pueblo, desdibujadas entre la neblina, aparecían la “Guinda”, la “Mora”, y la “Rubia”, pastando con otras vacas, sin aparente competencia.

La gente de aquella casa solo comía de aquello que producían la familia. Para desayunar, leche ordeñada aquella misma mañana. Para comer, variedades del cerdo, acompañadas de pan de trigo, o de centeno, elaborado con harina procedente de la trilla del verano. Las gallinas no se quedaban atrás poniendo huevos. Tampoco faltaban patatas y berzas de la huerta. Todo era natural. Alimentos sanos y mejor gente.

Esos fueron los recuerdos que me asaltaron aquel día. No sé si tendrán algo que ver con un recuerdo proustiano, o simplemente fruto del deseo de poder huir del ruido que nos llega de la guerra de Putin.

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