Apenas unas semanas después de la muerte de su amigo Jonathan Brown, el pasado miércoles fallecía en Oxford a los noventa y un años el maestro e hispanista John H. Elliott. Se van yendo, ancianos ya, los maestros que renovaron los estudios sobre la historia de nuestro país, especialmente la que se refiere a la Edad Moderna. Elliott llegó a España de vacaciones a principios de los cincuenta y se enamoró para siempre de nuestro país. Fruto de sus primeros estudios publicó en 1963 “La España imperial”, un magnífico ensayo que ha sido reeditado varias veces desde entonces y que es fundamental para entender la historia moderna de España. Quiero detenerme en este libro porque, perdonen la intimidad, fue un libro capital en mi formación académica.

En la Facultad de Ciencias Políticas de los años noventa del pasado siglo XX no era fácil encontrar ni profesores ni manuales que se adentraran en el pasado español saliéndose del canon marxista que, en el caso español, además, venía con el añadido de ese cateto desprecio por la historia propia a la que tan aficionados han sido (¿son?) muchos de nuestros estatales eruditos a la violeta. El libro fue una revelación, como lo fueron las clases aquellos años con profesores de una mentalidad moderna para la época, como lo eran Carmen Iglesias en un lado o Pepe Álvarez Junco en el otro. Y fue una revelación, ya digo, porque proponía una visión diferente de la historia de España. Nada de esencialismo: España no era un país “enfermo”, condenado al “fracaso” y de carácter casi “oriental”, como llevaban décadas proclamando todos los epígonos de Giner de los Ríos, a caballo entre los siglos XIX y XX. No, la unión de las Coronas de Castilla y Aragón a finales del siglo XV fue normal en el contexto de la época, un fruto de los albores de la Edad Moderna, y fue una unión que convino a todos los que participaron en ella porque tenía todo el sentido.

Con Elliott, fuimos muchos los que aprendimos que la historia de España no es ninguna excepción, sino que es parte de la compleja, rica y contradictoria historia de Europa en particular y, en general, del mundo occidental

Con ese maravilloso estilo tan british, que convierte sin darse cuenta en novela un ensayo histórico, Elliott nos hacía casi sentarnos con los protagonistas y conversar con ellos. Entendimos la importancia de la economía -el precio de la lana, por ejemplo- para comprender la evolución de la historia, pero sin caer en el aburrido determinismo historicista de “los hunos y de los hotros”. Todos sus libros son una delicia para el lector culto: en “El viejo mundo y el nuevo” conocimos cómo se había recibido y cuál fue el impacto económico y cultural en España del descubrimiento de América primero y de la consolidación de los virreinatos después. “El mundo de los validos” es un magnífico acercamiento comparativo a una figura muy en boga en XVII europeo -tampoco en esto fuimos ninguna excepción-, pero quizá el otro libro que me atrevo a recomendar es su maravillosa biografía sobre el Conde Duque de Olivares, un político moderno al que le tocó lidiar con varias crisis pero, desde luego, un estadista mucho más interesante de lo que nos contaban los tópicos habituales de la historiografía española.

Junto con su amigo el norteamericano Jonathan Brown, fue una de las personas que más trabajó para que el Salón de Reinos del antiguo Palacio del Buen Retiro formara parte del Museo del Prado, cosa que sucederá en pocos años

Aunque no llegué a conocerlo en persona, -compartíamos buenos amigos en común, pero nuestras vidas nunca se cruzaron- tengo la certeza de que, con Elliott, fuimos muchos los que aprendimos que la historia de España no es ninguna excepción, sino que es parte de la compleja, rica y contradictoria historia de Europa en particular y, en general, del mundo occidental. Por eso, fue un hombre clave para reconciliarnos con la historia de nuestro país, porque aprender a mirarla con ojos modernos es uno de sus grandes legados. El otro gran legado no podrá verlo ya: junto con su amigo el norteamericano Jonathan Brown, fue una de las personas que más trabajó para que el Salón de Reinos del antiguo Palacio del Buen Retiro formara parte del Museo del Prado, cosa que sucederá en pocos años.

Ha sido necesario un trabajo de décadas, y de varios gobiernos, para conseguir que muchas de las obras de Velázquez se expongan en el lugar para el que fueron pintadas. Y hablando del Museo del Prado, déjeme acabar con un secreto que Elliott compartió alguna vez con sus lectores: cuando vuelva por el Museo del Prado, desocupado lector (si está usted leyendo un periódico doy por supuesto que ya ha estado allí alguna vez -si lo está leyendo en papel imagino que será hasta patrono del museo-), al entrar en la sala 12 mire a su derecha y fíjese en el hombre que desde 1636 le mira montado a caballo, quizá con Fuenterrabía al fondo. Ahora siga deambulando por la sala, contemplando los maravillosos cuadros de Velázquez y, de vez en cuando, vuelva fijarse en don Guzmán. Se dará cuenta de que el conde Duque de Olivares no deja de mirarle. Aquella mirada, por cierto, fue la que transformó para siempre la vida de sir John Huxtable Elliott.

(*)Politólogo